El espejo del arlequín - Arima Rodríguez

Cuento corto terror, payaso, arlequín, miedo
¡Saludos! Nuestro espacio no solo promociona libros, también lo hace con escritos, en está ocasión les comparto el escrito titulado “El espejo del arlequín” de la autora  Arima Rodríguez. 

Llevaba muchos años trabajando en el circo. Siempre me gustaron las carpas blancas y gigantes, los aplausos y las risas del público, sobre todo la de los niños. Cuando mi traje de arlequín se gastaba mandaba a hacer otro nuevo, no sabría decir cuántos llegué a tener. Muchos. Fui payaso muchos años, tal vez demasiados. Pero me encantaba vivir una vida nómada, siempre de pueblo en pueblo, siempre caras diferentes. Y aunque repetía una y otra vez mi número nunca llegué a sentir verdaderamente hastío.

Me gustaba pensar que los payasos éramos los personajes más entrañables del circo, aunque algunas personas sentían miedo ante nuestra cercanía. Sobre todo, se mostraban asustadas por los que tenían pintada la eterna sonrisa en la cara. Tenían cierta razón, nadie en su sano juicio está riendo todo el tiempo. Pero ese no era mi caso. Los arlequines no siempre tenemos pintada una sonrisa. Lo más característico son nuestros rombos blancos y negros. Siempre hemos sido distintos al resto de payasos, tan coloridos, sonrientes y ruidosos. Yo solía actuar con mi violín. No era un gran experto, pero no se me daba mal. Cuando terminaba la función lo primero que hacía era ir corriendo a quitarme el maquillaje, era lo que más me molestaba, me picaba y me hacía sentir que no era del todo yo.

Compartía carromato con un trapecista y su hermano, el viejo circo no daba para permitirme el lujo de tener uno para mí solo, pero a mí el dinero y la opulencia no me importaban. Los trapecistas eran polacos, nos entendíamos a duras penas, pero lo suficiente para vivir más o menos civilizadamente. Me daba la impresión de que despreciaban un poco mi trabajo en el circo. Ellos arriesgaban su vida y yo tocaba el violín y hacía reír. En realidad, no eran comparables. Tenía mucho más mérito su trabajo.

Un día nuestra larga cola de caravanas llegó a un pueblo sombrío, pequeño. Hacía bastante viento y recuerdo que colocar las carpas fue complicado, incluso pensamos que sería mejor esperar unos días a que amainara el temporal, sin embargo, los lugareños nos indicaron que siempre había viento, que por mucho que aplazáramos la actuación no encontraríamos allí un día apacible. Según nos contaron, era raro el momento en que en aquel desolado lugar no soplara con fuerza una buena ventisca levantando polvo y tierra. Por eso el cielo siempre parecía oscuro. Todo parecía mustio allí, las flores, la tierra, los rostros. El sonido de mi violín parecía más melancólico y seco que nunca. Sin embargo, nuestra misión era llevar adonde fuera necesario la alegría y eso estábamos dispuestos a hacer.

Se vendieron pocas entradas, las gradas estaban casi vacías y el viento azotaba con fuerza la tela de la carpa haciendo mucho ruido, todos temíamos que en cualquier momento se rasgara. Era desolador. Casi no se nos oía y el escaso público no parecía en absoluto emocionado. Me daba la impresión de que estaban allí por estar. Ese día me pinté una sonrisa, pensé que si pintaba mi cara con la boca triste todo sería aún más desesperanzador. Mi jubón negro y blanco no era muy alegre, pero no tenía ninguno de colores. Hice lo que pude por alegrar el ambiente, pero conseguí poca cosa, mi violín apenas se oía, ni los payasos pudimos oír risa alguna procedente de las gradas. No sé si era por el ruido del viento o porque a nadie le hizo gracia nuestra actuación.

Como siempre, lo primero que intenté hacer al terminar la función fue quitarme el maquillaje. Abrí el grifo y estregué con energía mi rostro. Sin embargo, al mirarme en el espejo en la penumbra de mi carromato, vi que mi maquillaje seguía allí. No había conseguido quitar con el agua ni lo más mínimo. Busqué exasperado la crema desmaquillante y los algodones y froté con fuerza. Pero nada. Comencé a sentirme desesperado. Probé con jabón, pero tampoco se iba aquella maldita pintura. Comprobé el maquillaje que había utilizado… era el mismo de siempre. En un absoluto estado de alterado desasosiego, con las manos temblorosas por el terror, rasgué mi rostro con las uñas intentando borrar aquella sonrisa, que ahora se me antojaba siniestra, pero solo conseguí hacerme heridas en las mejillas y que trozos enormes de piel se quedaran bajo mis uñas. La pintura blanca y negra seguía allí, intacta, mezclada ahora con mi sangre. Aquello no podía estar pasando. Me quedé mirando fijamente al espejo tratando de encontrar alguna solución y me di cuenta de que aquellos ojos que veía reflejados no eran los míos, eran las pupilas de un extraño que miraban diabólicamente a mis ojos aterrados. La sonrisa que yo había pintado hacía apenas unas horas se agrandó hasta cubrir casi media cara, se volvió grotesca y distorsionada, se burló de mí. La sangre que brotaba de mis heridas se secó inmediatamente y se formaron terribles costras oscuras alrededor de los cortes. Me había convertido en un esperpento. Intenté quitarme los trozos de piel de debajo de mis uñas, pero se habían fundido con éstas convirtiéndolas casi en garras amarillentas, como las duras uñas de un anciano.

Me acosté inmediatamente y fingí estar enfermo para que nadie me viera. Aquella noche turbulenta no tuve un sueño tranquilo. Apenas me sumía en el duermevela me despertaba convulsivamente y llevaba mis manos a la cara para comprobar si había sido un sueño, pero allí estaban las duras costras para recordarme que todo era verdad y en un estado casi febril volvía al duermevela intranquilo. Cuando despuntó el alba no tuve ánimos para mirarme de nuevo al espejo y ver el monstruo en el que me había convertido. Sentía terror, y cuando me levanté de la cama revuelta ni siquiera tuve valor de tocarme la cara de nuevo, ni tan siquiera de mirarme las manos. De alguna manera supe que aquel rostro deformado y aterrador seguiría allí para siempre.

Al día siguiente decidimos marcharnos, me enfundé en una gruesa capucha y ayudé a recoger con dificultad todos nuestros bártulos y nos dispusimos a emprender de nuevo el viaje. A quien me preguntaba le decía que el viento me había irritado los ojos y la garganta y que por eso necesitaba cubrirme. A pesar de nuestros esfuerzos, una enorme tormenta de polvo que fue en aumento a lo largo de la mañana nos impidió marcharnos. Había poca visibilidad y el viento levantaba remolinos de tierra. Nadie se atrevía a conducir en aquella situación. Debíamos quedarnos en aquel odioso lugar hasta que todo pasara. A mí se me antojaba aquel pueblo como una cárcel de viento, su silbido constante amenazaba con terminar de horadar mi cordura.

¿Qué haría ahora que me había convertido en un monstruo y hasta cuando iba a poder ocultarlo?

Dos terribles días de viento y polvo se sucedieron. La tierra se acumulaba en las ventanas y en las rendijas. No había un objeto que no estuviera cubierto por una capa marrón-grisácea. Los colores se habían disuelto en el viento, y el viento mismo se había llevado mi rostro. La vista sólo alcanzaba a distinguir lo que estaba a pocos metros, y para nosotros, que estábamos ubicados en las afueras, el pueblo había sido engullido por aquel engendro invisible.

Cuando el temporal de viento aflojó un poco nos pusimos en marcha. Yo no quería volver a pisar jamás aquel lugar diabólico. Estaba seguro de que era el viento y el polvo, la desilusión misma que emanaba de la tierra yerma la que había convertido el maquillaje en mi segunda piel, la que había deformado mi sonrisa negra hecha de pintura y había traspasado mis pupilas para convertir mi mirada en otra terrible y farsante. Aquel pueblo maldito de gente sin ilusión es quien me había transformado de arlequín violinista a fenómeno de circo ambulante.

De pronto se me ocurrió que podía seguir participando en el circo, podía ser mostrado como una aberración espantosa en una jaula. Al menos, pensaba, no tendría que cambiar de trabajo, no tendría que cambiar de forma de vida, pronto mis compañeros se acostumbraron a mi nuevo aspecto y volverían a verme como uno más. Incluso tendría que trabajar menos, sólo tendrían que exhibirme y yo permanecer impertérrito mientras gente que fingía estar asustada pero que realmente habían pagado porque lo que deseaban era pasar miedo, me observan.

Ahora lo miro con perspectiva, han pasado muchos años, y aunque no he podido volver a mirarme al espejo ni a tocarme el rostro me he acostumbrado a ser así. A veces tengo pesadillas, pero se me pasan al abrir los ojos. En cada función me siento en mi silla, tranquilo, en la semipenumbra de un candil de aceite para dar un efecto aún más terrorífico a mi cara. Mis compañeros nunca han preguntado qué ocurrió aquella noche ventosa tras la actuación y yo ya he dejado también de preguntárselo.


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