¡Saludos, chicos! En este inicio de semana que está por empezar, les
comento que tuve la oportunidad de asistir a unas pequeñas obras de teatro
enfocadas a las fiestas decembrinas, realmente todas me han agradado por
completo, pero tengo mis cuentos favoritos.¿Por
qué no recopilar los cuentos de navidad que conozco?
El primer cuento que presentaremos para abrir nuestra dinámica de navidad se llama “La niña de los fósforos” una
historia realmente conmovedora que hará que nuestro corazón se apachurre un poquito, por lo nostálgico que es
imaginar el último fósforo apagarse.
¡Qué frío hacía! Nevaba y comenzaba a oscurecer; era
la última noche del año, la noche de San Silvestre. Bajo aquel frío y en
aquella oscuridad, pasaba por la calle una pobre niña, descalza y con la cabeza
descubierta... Verdad es que al salir de su casa llevaba zapatillas, pero ¡de
qué le sirvieron!
Eran unas zapatillas que su madre había llevado
últimamente, y a la pequeña le venían tan grandes, que las perdió al cruzar
corriendo la calle para librarse de dos coches que venían a toda velocidad.
Una de las zapatillas no hubo medio de encontrarla,
y la otra se la había puesto un mozalbete, que dijo que la haría servir de cuna
el día que tuviese hijos. Y así la pobrecilla andaba descalza con los desnudos
piececitos completamente amoratados por el frío.
En un viejo delantal llevaba un puñado de fósforos,
y un paquete en una mano. En todo el santo día nadie le había comprado nada, ni
le había dado un mísero chelín; volvía a su casa hambrienta y medio helada, ¡y
parecía tan abatida, la pobrecilla!
Los copos de nieve caían sobre su largo cabello
rubio, cuyos hermosos rizos le cubrían el cuello. En un ángulo que formaban dos
casas una más saliente que la otra, se sentó en el suelo y se acurrucó hecha un
ovillo.
Encogía los piececitos todo lo posible, pero el frío
la iba invadiendo, y, por otra parte, no se atrevía a volver a casa, pues no
había vendido ni un fósforo, ni recogido un triste céntimo. Su padre le
pegaría, además de que en casa hacía frío también; sólo los cobijaba el tejado,
y el viento entraba por todas partes, pese a la paja y los trapos con que
habían procurado tapar las rendijas.
Tenía las manitas casi ateridas de frío. ¡Ay, un
fósforo la aliviaría seguramente! ¡Si se atreviera a sacar uno solo del manojo,
frotarlo contra la pared y calentarse los dedos! Y sacó uno: «¡ritch!». ¡Cómo
chispeó y cómo quemaba! Dio una llama clara, cálida, como una lucecita, cuando
la resguardo con la mano; una luz maravillosa.
Le pareció a la pequeñuela que estaba sentada junto
a una gran estufa de hierro, con pies y campana de latón; el fuego ardía
magníficamente en su interior, ¡y calentaba tan bien! La niña alargó los pies
para calentárselos a su vez, pero se extinguió la llama, se esfumó la estufa, y
ella se quedó sentada, con el resto de la consumida cerilla en la mano.
Encendió otra, que, al arder y proyectar su luz
sobre la pared, volvió a esta transparente como si fuese de gasa, y la niña
pudo ver el interior de una habitación donde estaba la mesa puesta, cubierta
con un blanquísimo mantel y fina porcelana.
Un pato asado humeaba deliciosamente, relleno de
ciruelas y manzanas. Y lo mejor del caso fue que el pato saltó fuera de la
fuente y, anadeando por el suelo con un tenedor y un cuchillo a la espalda, se
dirigió hacia la pobre muchachita. Pero en aquel momento se apagó el fósforo,
dejando visible tan sólo la gruesa y fría pared.
Encendió la niña una tercera cerilla, y se encontró
sentada debajo de un hermosísimo árbol de Navidad. Era aún más alto y bonito
que el que viera la última Nochebuena, a través de la puerta de cristales, en
casa del rico comerciante.
Millares de velitas, ardían en las ramas verdes, y
de éstas colgaban pintadas estampas, semejantes a las que adornaban los
escaparates. La pequeña levantó los dos bracitos... y entonces se apagó el
fósforo.
Todas las lucecitas se remontaron a lo alto, y ella
se dio cuenta de que eran las rutilantes estrellas del cielo; una de ellas se
desprendió y trazó en el firmamento una larga estela de fuego.
-—Alguien se está muriendo- pensó la niña, pues su
abuela, la única persona que la había querido, pero que estaba muerta ya, le
había dicho:
-—Cuando una estrella cae, un alma se eleva hacia
Dios.
Frotó una nueva cerilla contra la pared; se iluminó
el espacio inmediato, y apareció la anciana abuelita, radiante, dulce y
cariñosa.
—¡Abuelita! —exclamó la pequeña-. ¡Llevame, contigo!
Sé que te irás también cuando se apague el fósforo, del mismo modo que se
fueron la estufa, el asado y el árbol de Navidad.
Se apresuró a encender los fósforos que le quedaban,
afanosa de no perder a su abuela; y los fósforos brillaron con luz más clara
que la del pleno día. Nunca la abuelita había sido tan alta y tan hermosa; tomó
a la niña en el brazo y, envueltas las dos en un gran resplandor, henchidas de
gozo, emprendieron el vuelo hacia las alturas, sin que la pequeña sintiera ya fría,
hambre ni miedo. Estaban en la mansión de Dios Nuestro Señor.
Pero en el ángulo de la casa, la fría madrugada
descubrió a la chiquilla, rojas las mejillas, y la boca sonriente... Muerta,
muerta de frío en la última noche del Año Viejo.
La primera mañana del Nuevo Año iluminó el pequeño
cadáver, sentado, con sus fósforos, un paquetito de los cuales aparecía
consumido casi del todo. «¡Quiso calentarse!», dijo la gente.
Pero nadie supo las maravillas que había visto, ni
el esplendor con que, en compañía de su anciana abuelita, había subido a la
gloria del Año Nuevo.
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