¡Saludos!
Nuestro espacio no solo promociona libros, también lo hace con escritos, en
está ocasión les comparto el escrito titulado “Segundas Oportunidades” del
autor Danny Patricio Navarrete Cuevas. ¡Muchas gracias por participar!
En el transcurso
de una vida, los caminos que tejió el destino los llevaron a encontrase cuando
apenas entraban a los veinte años. El amor creció como la espuma. Ella quedó
encandilada por su personalidad y esos ojos claros que le coqueteaban. Él se
prendió de su sencilla belleza y estilizada figura. La chispa encendió la
pradera y cada uno buscó salir de su propio mundo para acercarse al del otro, a
pesar de sus orígenes dispares. Por un lado, la joven venía de una familia
numerosa y golpeada por el cáncer, el que le arrebató a su padre cuando era
solo una niña y comenzó a consumir a su madre, con quien ella vivía y
acompañaba mientras se adentraba en la ancianidad. Él, por otra parte, ahogaba
las horas en el alcohol, en un intento de enajenarse de su día a día, de
alejarse de una madre de modos bruscos y casi un total desapego, lejos de un
padre al que apenas conoció.
Pero el amor no
entiende de problemas. Al contrario, se arrastra hacia ellos sin mediar
consecuencias. Y es así que, cuando la relación parecía levantar el vuelo, él
se marcha a otra ciudad, lejos en distancia y tiempo, y la vida continúa con
ese amor inconcluso que parecía tambalearse con el viento.
Doce años
pasaron, doce años en los que los días trajeron y llevaron experiencias que
fueron cambiando a ambos. A pesar de ello, cada uno seguía en el pensamiento
del otro. Sin embargo, no fue eso lo que los volvió a unir, si no la tragedia.
La madre de ella
terminó por perder su batalla contra el cáncer y partió a unirse a su esposo en
algún lugar del enorme cielo. La joven, quien adquirió madurez durante estos
años de arduo trabajo, de idas y venidas al médico, y del lento y largo
tormento de ver a su progenitora sucumbir ante esa cruel enfermedad, se quedó
irremediablemente sola y sumida en las profundidades de su dolor.
Fue entonces
cuando él regresó, campante cual caballero de brillante armadura, y la rescató
de la soledad, llevándola a un matrimonio que debería haber iniciado su
"felices para siempre", aunque no fue así.
Armaron su
humilde morada justo al lado de la casa de la madre del joven, sin imaginar el
martirio al que sometería a su esposa. Pues, la anciana mujer, entrometida en
los asuntos de la pareja, estaba convencida de que debía controlar las vidas de
ambos y no cesó en su intento de estar presente en cada paso que ellos daban,
ni siquiera cuando llegaron los hijos, haciendo los días largos y tediosos para
la mujer, que ahora debía acostumbrarse a la vida de casa y de madre, mientras
él trabajaba y estaba ausente la mayor parte del tiempo.
El amor fue
menguando y junto al crecimiento de los niños, llegaron las enfermedades. La
mujer empezó a ser devorada por la depresión y la ansiedad de una vida que no
esperaba, llenándose de problemas que menguaron su salud, sin que el marido ni
la suegra le prestaran la debida atención. Todo pareció cambiar cuando la ya
anciana madre del esposo acusó el riguroso paso de los años y se extinguió como
una vela al viento, pero eso no hizo más que empeorar la situación.
Los niños ya
eran hombres y tenían sus vidas formadas, así que la pareja se encontró sola,
después de más de veinte años juntos, y los dos se llevaron la sorpresa de que
ya no se reconocían. Eran una pareja de extraños que compartían techo y comida,
pero nada más. La intimidad había sido olvidada y lo que alguna vez los unió
ahora parecía no existir.
Ella acarreaba
una larga lista de dolencias y se lamentaba al ver en el espejo que no quedaba
nada de lo que alguna vez fue. Mientras que él, quizás sin darse cuenta, se
transformó en la viva imagen de su madre: egoísta, insensible y parco, lo que
transformó cada día en una silenciosa y larga espera de la noche y el momento en que cada uno fuera a
dormir y dejará de lado el mundo real para sumirse en sus sueños de una
existencia ideal.
Pero nadie tiene
la vida comprada y el hombre llegó al inevitable final del camino una mañana de
marzo. Ella, sorprendida por la inesperada partida de su esposo, vio a la
familia volver a reunirse frente al féretro. En la tristeza de la pérdida,
padres, hijos y nietos volvieron a estar juntos gracias a las vueltas del
destino. Y en un rinconcito de su corazón, un leve destello de alegría se
encendió. Al fin era libre y tenía el camino despejado hacia la cercana
felicidad, lejos de las ataduras que ella misma se había impuesto con el
transitar de los años.
Pero no fue así.
Ya nada era como esperaba.
La mujer
falleció unos meses después, en la quietud de una tarde primaveral de
septiembre. Se fue en el sueño y en su rostro ajado por la edad quedó plasmada
una hermosa sonrisa. El espíritu de su esposo la visitó mientras dormía,
radiante como en sus años de juventud, y le mostró un mundo de posibilidades
que el infinito ponía frente a sus ojos. Ella vio la vida que le ofrecía la
eternidad y descubrió que, en ese mundo etéreo, lejos de todo el sufrimiento de
la tierra, la verdadera felicidad estaba al fin a su alcance.
Aceptó con gusto
marchar con él, sabiendo que esta segunda oportunidad era la que había esperado
por siempre y partió con un suave suspiro de ilusión.
Al fin estaba
donde había deseado estar.
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