La tumba olvidada

 

   Hace quince primaveras mi mundo se detuvo. Era una mañana, cuando todos nos preparamos  para  ir a nuestras actividades cotidianas. Ese día me había despertado con un presentimiento que oprima mi corazón, una sensación rara que me ponía los nervios de punta. Un presentimiento maternal. Mi querida hija, una hermosa jovenzuela, tenía el cabello castaño ondulado, esos ojos saltones que cambiaba cuando se enojaba.

      La observé marcharse. Nunca me imaginé que sería la última vez que vería su sonrisa llena de vida. Nunca pensé que ese día empezaría mi pesadilla. Nunca creía que hubiera un dolor más grande en esta   vida. Nunca sentí esta impotencia.

    La noche se hizo presente. El reloj marcaba las doce de la noche. Un escalofrío se apodera de mi alma. Mi amada hija, no se comunicaba, no contestaba mis llamadas. Me senté en el sillón de la sala, esperando ansiosamente que la puerta se abriera. La noche se consumió, un nuevo día apareció.

   Preocupado levantè el teléfono. Nervioso agarrè la libreta con los números de sus amistades. Empecé a marcar a cada uno de ellos, sin respuesta alguna de su paradero. Entonces llame a los números de emergencia sin éxito alguno.

     Mire el reloj. Parecía que el tiempo se hubiera parado. Entonces agarre mi bolsa. Metí la mano y saqué algunas monedas. Tomé la llave de mi casa y me dirigí al ministerio público. Tenían que transcurrir doce malditas horas, doce horas que se convirtieron en  veinticuatro y después cuarenta y ocho horas sucesivamente.

   Parecía una eternidad. Mis ojos se negaban a   llorar. Tenía que ser fuerte en ese preciso lugar. Las señas particulares de mi lucero me pidieron y el retrato de mi amada hija. Han   pasado casi dos meses de su desaparición que parecieran años. El teléfono sonó trayendo malas noticias. Me informaron que solo unas prendas de vestir habían encontrado.

  Al llegar observe esa maldita prenda. ¡No! ¡No! Era imposible. Me faltaba aire para asimilarlo. Mis piernas temblaron y mis manos callaron los gritos de dolor. Las lágrimas rodaron por mis mejillas. No lo aceptaba. No lo creo.  ¡Yo quiero el cuerpo de mi hija!

  El tiempo transcurrió, pero el dolor   siempre quedó. La lucha de una madre por encontrar el cuerpo de su hija empezó, no aceptaba su muerte, no aceptaba la prenda. No aceptaba que no tuviera una tumba a donde llorar. La búsqueda comenzaría sin importarle que su propia vida, se fuera en ello. Entonces alguien me preguntó. ¿Qué deseo pedirías? Yo respondí que, si mi tiempo se acabara, rogaría que me dieran otra vida para seguir buscando el cuerpo de mi amada hija……

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