Con el
permiso de las escritoras compartimos
su nuevo proyecto en este
espacio.
Autoras
Katy Molina y Lourdes Tello
El
Salto de un Ángel - 1ª entrega
En la
oscuridad de su hogar, Manuela se mecía en la vieja mecedora de su bisabuela.
El dolor de tantos años pasaban factura a su débil cuerpo, no le quedaban
fuerzas, ni ganas de seguir respirando. Catorce años de sufrimiento, nunca
olvidaría aquella noche donde el párroco del pueblo llamó a su puerta. Su
pequeño, su único hijo varón, se había precipitado al vacío desde lo alto del
campanario de la Colegiata del pequeño pueblo de Santillana del Mar.
Carmen,
su hermana mayor, había llamado a su sobrina Elena para que regresara al
pueblo. Su madre tenía los días contados, estaba muy enferma. Temía que no se
pudiera despedir de ella, ya que las dos estaban muy unidas por una razón de
peso, Manuela lleva los mismos años que la muerte de su hijo sin pronunciar
palabra. Ese fue su duelo, dejar de hablar pues no existían palabras para
describir ese dolor tan desgarrador, el calvario de una madre.
Lo que
Carmen no sospechaba, era que Elena no había salido de Santillana en busca de
trabajo como se decía, ella había huido buscando encontrar un lugar donde nadie
la pudiera relacionar con lo hechos que acontecieron en el fatídico lugar o con
la familia. Nadie se había atrevido a desvelar la verdad, pero ella sabía que
Samuel, su hermano, no estaba solo en ese campanario.
Apenas
les separaban dos años de edad, ella y Samuel acudían al mismo instituto. Él
nunca había tenido problemas, por lo general había estado muy bien integrado,
era un chico guapo y simpático al que todo el mundo quería.
Ahora
a la puerta de la calle la Carrera, junto al museo de tortura de la
inquisición, Elena debatía entre llamar al timbre para encontrarse con su tía o
salir corriendo y olvidarse de aquel pueblo y de todo lo que tuviese que ver
con él. Su madre había sido una mujer despegada, solía decir que tenía
prioridades, quizá era hora de que ella aprendiera a estudiar cuáles eran las
suyas. No podía evitar desear estar en cualquier otro lugar.
Ensimismada
en sus pensamientos no se dio cuenta de que Azucena, una vieja amiga del
instituto, la llamaba a gritos desde la acera de enfrente.
—¡Elena!
Santo Dios, qué alegría verte después de tanto tiempo—. Se acercó a la joven y
le dio dos besos—.¿cuando has llegado?
—Pues…
—¡Elena!—exclamó
Carmen sorprendiendo a su sobrina.
No
sabía qué contestar y menos donde meterse, sus planes de huir como una cobarde
se habían ido al traste gracias a Azucena, siempre había sido una cotilla
prepotente a la cual no soportaba. Haciendo de tripas corazón y poniendo su
mejor sonrisa, saludó con un cálido abrazo a su tía.
—Me
alegro de verte—dijo Elena estrechándola con fuerza—.¿Cómo está mamá?
—Será
mejor que entres y la veas tú misma—. Le cogió las manos para reconfortarla—.
No tiene buen aspecto, se fuerte hija.
Elena
entró en la casa familiar que le traía montones de recuerdos felices junto a su
hermano fallecido, madre y tía. Caminó por el largo pasillo con las paredes
repletas de retratos de sus antepasados, nunca le gustó aquellas imágenes, le
daban pavor. Llegó al dormitorio principal de su madre y bajo la atenta mirada
de Carmen abrió la puerta. Un extraño olor a tierra inundó sus fosas nasales
durante un instante, después se disipó dejando paso al aroma particular de su
madre, lavanda.
Postrada
en aquella cama, desprovista de su vitalidad podía ver a Manuela Iturralde,
pero aquel amasijo de huesos y pellejo, no era su madre, no podía serlo. El
último recuerdo alegre que guardaba de ella, era el día anterior a la muerte de
su hermano, Manuela caminaba segura sobre sus zapatos de tacón de ocho
centímetros, de los que nunca se apeaba. Trabajaba en la sucursal del banco
Santander, en el departamento de grandes cuentas, como solía llamarlo ella,
aunque en realidad sus mejores clientes habían sido Juan el carnicero o
Francisca la charcutera. Aun así, ella se acicalaba cada día preparada para
recibir al cliente que le cambiaría la vida. Verla ahora, sin alhajas ni
maquillada, con un frío camisón de algodón, aparentado tener al menos treinta
años más de los que en realidad tenía, resultaba escalofriante.
—Hola,
madre—susurró, arrodillándose junto a la cama de su progenitora. quien a sentir
su cálida mano giró su rostro para encontrarla sin hablar, sin gesticular, muerta
en vida.
—Lo
lamento Elena, ella sigue sin hablar. No he sido capaz de sacarla una sola
palabra desde aquel día—dijo su tía, acercándose a ella para acariciar su
espalda en señal de apoyo.
—¿Cuánto
tiempo nos queda?—Preguntó Elena, sintiendo como sus lágrimas se negaban en
salir congelándose en su alma. No podía llorar, no por ella.
—Días,
quizá horas. No se puede hacer mucho más por ella. Salgamos Elena—sugirió
Carmen apretando el hombro de su sobrina.
En el
saloncito de la planta baja, junto al calor de la chimenea de leña, Elena
anhelante esperó sentada mientras se mecía en la vieja butaca de la abuela, que
el hielo asentado hacía escasos minutos en ella desapareciese. Era difícil para
ella ver a su madre postrada en un camastro al borde de la muerte y no poder
olvidar el motivo que la llevó a alejarse de ella. Con tan solo dieciséis años
tuvo que buscar refugio en casa de sus abuelos paternos en Galicia, en Orense
para ser precisos. Allí donde las brujas abundan en las noches sin luna.
Continuara......
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