Esta vez Chimal estaba seguro de que había escuchado algo afuera de la choza, precisamente en la parte trasera del recinto. Como si fueran los lamentos ahogados de un niño o como si algún pequeño animal hubiese sido herido de muerte y agonizara justo debajo de la lluvia.
Yollo no dijo nada, solo inclinó su rostro, dejó las copas
de barro sobre la mesa y puso una mano por detrás de la oreja para escuchar
mejor.
—Puede ser cualquier cosa —inició la joven moza retomando
su labor. —El bosque nunca duerme.
Chimal trató de calmarse. Aquello debía ser cierto, después
de todo. No estaba en posición de rechazar cualquier hipótesis y más
considerando que él no era un experto en la materia. Podrían ser las ramas de
los árboles que silbaban con el viento y que en esos momentos rasgaban la
estructura con sus filosas extremidades. O tal vez la fuerza del cauce, más
allá de la rivera, al arremeter contra las rocas y los troncos sueltos,
llevando consigo los restos de los pobres diablos que han caído en su poder.
Tal vez, como pensó al principio, pudiera tratarse de una
entidad del bosque. Una lechuza blanca, por ejemplo; o algunos pequeños
tlameyotes que, al no encontrar refugio alguno, se extinguían en un estruendoso
¡Fuf! al contacto con el agua. Un ahuizol, sugirió entre risas Yollo, como si
la idea de semejante y fiera bestia fuera reconfortante o siquiera graciosa.
El viajero sacó un pañuelo del morral y secó su frente.
Estaba exhausto y con los nervios crispados. La joven le acercó la bebida
caliente y esbozó una sonrisa, distendida del brutal torrencial que caía
afuera. Por primera vez en su vida Chimal se preguntó si estaba a la altura de
su profesión. Nunca, en sus cinco años de servicio como mensajero del cacique,
se había visto envuelto en semejantes circunstancias; aunque también jamás se
había encontrado con una criatura tan abominable como la que empezó a darle
caza hace apenas una hora.
Al cerrar los ojos todavía podía ver revivir la pesadilla.
El paso casi eléctrico de la bestia entre los matorrales del sendero, la
respiración pesada que le clavaba los pies a la tierra y la sensación de que el
tiempo se detenía a su alrededor mientras intentaba buscar una salida de aquel
encuentro. Un ahuizol, pensó de nuevo, pero aquello era mucho más grande que
uno de esos monos con cabeza de perro. Aquello era ligeramente humanoide, ligeramente
vicioso y gravemente mortal.
Chimal tuvo suerte de que en la carrera solo hubiera
sufrido algunos rasguños o moretones y que aquel demonio no lo hubiera
alcanzado. Tuvo suerte que no se hubiera resbalado considerando el lodazal o
que no se hubiera perforado los pies con el filo de alguna piedra pues su
calzado, como el calzado de todos los mensajeros, era ligero para mayor
movilidad.Tuvo suerte, al final, de encontrarse con Yollo en la espesura del
bosque porque no tenía idea de a donde se dirigía o como iba a escapar de la
amenaza.
La morada donde Yollo le dio refugio se encontraba situada
a una distancia considerable del derrotero principal, en una extensión de
tierra que Chimal consideró que se encontraba entre el pueblo de Itzmin y la
gran ciudad de Mixtli. Era una estructura simple de piedras apiladas rodeada
por completo por aquella profunda arboleda. Los troncos crecían con formas muy
curiosas en las cercanías del inmueble. Curvilíneas, sugerentes, casi humanas.
Crecían por fuera y por dentro, como hierbajos sin cuidar; y dado que el
recinto no era muy grande a Chimal le parecía en ratos que los toscos brazos de
la flora intentaban asfixiarlos lentamente.
Chimal no entendía como alguien podía vivir así. Yollo, en
cambio, no necesitaba mas que eso, explicó. Tenía una cama, salud y alimento,
siguió. Y cuando tenía ganas de distraer su enrojecida alma de ermitaña salía a
la parcela que tenía allá atrás y dedicaba un rato a observar los extraños
arboles que se extendían al cielo como si lo perforaran. De cuando en cuando
pasaban por ahí gigantes y era impresionante, dijo asombrada. No era una vida
solitaria, terció, sólo había que cerrar los ojos para darse cuenta; o abrirlos
por completo y llenarse la mirada de los colores aborígenes de la naturaleza.
De día era diferente, sonrió, yuxtapuesto a la ilustración que se veía desde la
entrada con esa tormenta y a esa hora de la madrugada.
A pesar de las circunstancias, el hombre sentía una curiosa
fascinación por su anfitriona. Advertido estaba de los hombres y mujeres que
vivían solos en el bosque, de los brujos viles, los demonios descarnados y las
almas en pena; pero Chimal no daba lugar en Yollo para el peligro. Desde niño
le habían enseñado a reconocer a las criaturas funestas. A prestar atención a
los detalles. A percibir el olor a muerto, a ver a contraluz la piel de las
personas o a evitar las situaciones que atrajeran a la muerte. Yollo estaba
exenta de aquel hato de pícaros y demonios. Era una mujer menuda, morena, con
las mejillas voluptuosas y las caderas anchas. Delicada y fina, no mayor a
veinte años, se aventuró Chimal a pensar. Un encanto de piel tersa, pechos
firmes y un cabello negro y lacio.
—No te preocupes ¿va? —exclamó Yollo de repente, como si
hubiera leído los pensamientos de su invitado. —Tal vez sea porque he vivido
aquí toda mi vida pero jamás me ha pasado nada.
—Disculpe si pierdo un poco los estribos con cualquier
ruido que me parezca mórbido —le respondió, intentando mantener la compostura
de su estirpe. —No estoy acostumbrado a la vida fuera de los límites del templo
mayor o las aldeas circundantes. No sé ni siquiera cortar leña o encender un
fuego.
Observó entonces el espacio donde la chica tenía,
predispuesto, una lumbrera construida con hojas, ramas sueltas y estiércol seco
de animal. La llama no era muy grande pero cumplía su función de calentar el
agua de la olla de barro.
—Su temor está completamente justificado —la mujer se
acercó al marco de la entrada y se sentó en el suelo, mirando al abismo de la
floresta. Tenía las piernas descubiertas y con el rocío de la lluvia le
brillaban con fuerza. —Mi madre solía contarme de las criaturas del bosque. No
para que les temiera, por supuesto, sino para que las respetara. Para no
alterar el equilibrio de la naturaleza —se retiró un mechó de cabello de la
cara y lo colocó delicadamente por detrás de su oreja. —Desde el más pequeño de
los mosquitos de fuego hasta el pino más viejo, todos merecen vivir en paz ¿no
cree?
Chimal asintió por cortesía pues no estaba por completo
atento a la conversación. Por un momento creyó ver algunas sombras moverse
entre los matorrales afuera de la pieza. Sombras que crecían con la luz de los
rayos y que resonaban como cántaros al estrellarse sobre el suelo. Algo reptaba
afuera, siseando al compás de las gotas contra las hojas de los árboles.
—Usted debe saber más que yo de eso —intentó seguir la
conversación para evitar que ella se diera cuenta de su nerviosismo. Para no
morirse también de frío porque, como Yollo, se había mojado de pies a cabeza
con la lluvia antes de llegar ahí.
Yollo, al darse cuenta, lo invitó a quitarse la ropa y
dejarla cerca del fuego para que se secara. De la misma forma se desnudó, sin
vergüenza alguna, exponiendo brevemente su cuerpo impecable antes de refugiarse
al calor de una manta gruesa, dejando el huipil empapado colgando próximo a las
llamas. Chimal, dubitativo, finalmente accedió y se quitó una a una las prendas
que tenía encima sin soltar, por ningún motivo, el hacha de mano que guardaba
para su protección. Desde que Yollo había mencionado a los ahuizoles no paraba
de pensar en ellos, o en cualquier cosa que lo había perseguido, como si ya
estuvieran ahí, escondidos en la penumbra de las copas más altas de los árboles
a la espera de una emboscada. Podía sentirlos, escucharlos. Podía verlos
brincando de una rama a otra con esas horribles patas de mono, respirando
también con tosquedad. Podía verlos con esa maldita cola y esa mano en la punta
de la misma cuya fuerza podía asfixiar a un hombre. La sola idea le ponía los pelos
de punta.
Se sentó desnudo junto a Yollo y al abrigo de la misma
manta. El silencio entre los dos se interrumpió cuando, una vez más, Chimal
escuchó allá afuera algo ajeno al torrencial, al viento o a cualquier animal
pequeño que se hubiera aventurado al clima. Se levantó de golpe, tragó saliva y
cerró los ojos, esperando entender el extraño ruido que suscitaba por tercera
vez en la noche. De nuevo le pareció que se asemejaba más a un lamento o al
aullido visceral de un ser que agoniza más que cualquier otra cosa. Como un
sollozo, tal vez. O al ulular melodioso que proviene desde las entrañas del
Mictlán.
Chimal comenzó a respirar agitado. Las gotas de sudor eran
tan frías que parecían quemarle mientras descencían por su espalda. Sentía un
nudo sobre la boca del estómago que le provocaba nausea y vértigo y pérdida de
la visión. Quería salir corriendo. Estaba seguro de que el llanto, las voces o
los gritos de agonía que en ese momento viajaban con el viento se aproximaban
cada vez más. Lo tenían contra una esquina. De un segundo a otro le iba a salir
el corazón del pecho y estallaría sobre las llamas que crepitaban frente a él.
No había duda.
Estaba a punto de ponerse en pie cuando Yollo
repentinamente se introdujo de soslayo en su cabeza como el humo blanco de
copal dentro de los sahumadores. Era una lumbrera entre la niebla de su
confusión, como si su cerebro intentara protegerlo de la locura con un
espejismo.
Sin abrir los ojos sintió que un par de brazos lo tomaban
por la espalda y rodeaban su cintura. Que unas manos acariciaban su pecho,
divertidas y traviesas; y respiraban sobre su hombro con sosiego. Sintió,
sobretodas las cosas, el diminuto cuerpo de Yollo que se enganchaba a él como
si intentara poseerlo en un abrazo dulce.
—Espero que no me malentienda —comenzó a decir. —Ha pasado
mucho desde la última vez que alguien pasó por aquí. El bosque es buena
compañía y tengo el deber de protegerlo, pero hay cosas que un montón de viejos
árboles no pueden darme.
Dicho esto, bajó sus manos hasta la cintura de Chimal y
tomó su su sexo con las dos manos. Las voces alrededor de la choza
disminuyeron, tanto porque la tormenta iba en auge como porque él iba perdiendo
el sentido. Iba dejando las preocupaciones en segundo plano.
Se envolvieron en la manta y se recostaron juntos sobre la
tierra, donde dieron rienda suelta a la confabulación de dos cuerpos desnudos a
la deriva de la excitación.
Esa noche Chimal tuvo un sueño impreciso. Estaba afuera, en
el bosque, y recién amanecía. A causa de la lluvia se había levantado una densa
niebla que no le permitía ver más allá de su nariz. Estaba solo y de pie en el
espacio donde se suponía estaba la choza de piedra, pero la cual ahora había
desaparecido.
Momentos después le pareció distinguir entre la bruma la
figura de Yollo pero, al acercarse, se topó con un olmo seco cuyo tronco estaba
retorcido con su forma.
Al caminar por un rato llegó hasta un claro con hombres y
mujeres sentados de bruces y dándole la espalda. Chimal intentó dar la vuelta
para colocarse frente a ellos, pero por más que corría seguía viéndolos por
detrás, como si estuviera sobre un disco de piedra que giraba en sentido
contrario. Entonces, de entre la multitud, se levantó un hombre con una capa
oscura y desgastada. Parecía que lo habían enterrado previamente bajo el lodo
puesto que, al caminar en dirección a Chimal, iban cayendo al suelo enormes
pedazos de tierra seca. Tierra que se había pegado en todo su cuerpo.
Cuando estuvo cerca lo suficiente se dio cuenta de que el
personaje tenía por cabeza un tecolote pero el resto del cuerpo seguía siendo
de hombre. Un escalofrío recorrió su cuerpo como si lo hubiesen atravesado con
un rayo. Se echó a correr y, en su carrera, escuchaba nuevamente los lamentos,
los aullidos y los gritos de auxilio. En su carrera escuchó, además, el canto
del tecolote que estaba a punto de alcanzarlo.
Despertó aturdido y desorientado. Yollo yacía dormida junto
a él y eso fue suficiente para entender que todo había sido un sueño. Si bien
aún no amanecía se podía apreciar un precioso arrebol por detrás de toda
aquella vegetación que indicaba que muy pronto terminaría la noche.
Chimal buscó su ropa, ya seca, y se vistió enseguida.
Guardó sus cosas y tuvo toda la intención de retirarse. Todavía no había
entregado el mensaje del cacique y había perdido toda una noche en aquella
aventura nocturna. Sin embargo, al notar que el fuego de la choza estaba a
punto de extinguirse salió a la parcela detrás del inmueble a buscar ramas para
avivarlo. Desafortunadamente, por culpa de la lluvia todo se encontraba
empapado.
Resuelto a no dejar a Yollo con por lo menos un fuego con
el cual abrigarse se acercó al bosque todavía nervioso de encontrarse a un
nahual, a un ahuizol o a la extraña bestia tecolote de sus sueños. Un poco más
adelante encontró un árbol pequeño que había prescindido de la lluvia y lo taló
torpemente con el hacha de mano. Volvió casi corriendo para no toparse con
algún peligro.
Yollo estaba despierta cuando regresó al recinto. La
encontró de pie frente a la entrada todavía desnuda, preciosa y dulce en su
mirada. Chimal se acercó triunfante con el árbol arrastrando de sus manos.
—¿Talaste eso tu solo? —preguntó de repente, dibujando una
sonrisa fresca.
—Bueno, siempre hay una primera vez para todo.
Yollo se le acercó radiante y rodeó el cuello de Chimal con
sus brazos, como una chiquilla enamorada en la flor de su juventud. El hombre,
más calmado ahora, la abrazó y besó sus labios con el mismo entusiasmo de la
noche. Y cerró sus ojos. Cerró sus ojos como Yollo le había recomendado con
anterioridad. Para comprender que no se podía estar tan solo en aquel
abandonado páramo. Para escuchar a las aves cantar, a los arbustos mecerse con
el viento o las últimas gotas de lluvia parpadeando sobre la superficie de los charcos.
Para escuchar, de repente, otra vez el lamento. La agonía.
Los gritos de ayuda. Para abrir los ojos y ver por un segundo que los árboles
alrededor de la choza parecían más hombres que plantas.
Sentir. Sentir en ese abrazo como la piel de Yollo se endurecía
y se cuarteaba y tronaba como leña sobre el fuego.
Caer de espaldas. Yollo de pie frente a él convertida en
una criatura arbórea, conservando la figura de una mujer, pero con el cabello
revuelto en una enredadera verde y floreada. Con una viscosa resina resbalando
de sus labios y también de los de él.
Chimal intentó levantarse, pero algo lo detuvo. Al verse
los pies se dio cuenta de que sus dedos se habían alargado y estaban clavados
sobre la tierra; que sus piernas no le respondían y que comenzaba a
languidecer.
Chimal lo entendió muy tarde. Al observar por última vez
los troncos alrededor de la casa entendió el grave error que había cometido,
que el peligro nunca estuvo afuera del inmueble. Y mientras el cuerpo se le
torcía y se extendía al cielo como si quisiera perforar el cielo, Yollo se
acercó lo suficiente como para murmurar.
—Todos merecen vivir en paz ¿no lo recuerdas? —exclamó
encantada. —Pero me divertí bastante, gracias.
Chimal comenzó a gritar y su grito se ahogó en un segundo.
El eco se pegó a las hojas de su tallo y al de los demás.
Después volvería a llover y con el viento de la tempestad
se levantarían las voces una vez más.
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