El salto del Ángel # 3 - Katy Molina/ Lourdes Tello



El Salto de un Ángel - 3ª entrega

Elena no podía confesarle a Carmen lo que había presenciado la noche anterior junto al viejo limonero, ella pensaría que la demencia que perseguía a las mujeres de la familia la había tocado con su particular don. Tan blanca como su tía, no medio palabra, dejó los aperos del desayuno sobre la encimera y se dispuso a salir. Debían, tenía que ir al cuartel para verificar lo que con sus ojos vio en el patio, pero ¿cómo podría ser verdad?

Su padre las abandonó al poco tiempo de fallecer su hermano. Unos lo habían achacado a su falta de hombría, otros a su escasa honorabilidad. Pero fuese cual fuese la verdad, Elena había crecido pensando que, Ángel, su padre, se había largado casi quince años atrás, dejándola sola con su convaleciente y desquiciada madre.

El cuartel no quedaba lejos, para ser precisos en la calle hornos, cinco calles más abajo cruzando con la trasversal, el edificio no se distinguía de cualquiera de las casa con las que colindaba, pues debía guardar la estética del pueblo, pero aquello era lo único que guardaba algo de relación con el calor y sabor característico del pueblo de Santillana. En su interior, la estancia era fría y húmeda, casi diáfana, salvo por los despachos y departamentos dispuestos en fila, poblados de mesas desvencijadas y sillas desemparejadas. En la sala de espera, alumbrada por tubos fluorescentes pasados no solo de moda sino también de horas de luminiscencia, los vecinos y turistas, esperaban turno sentados en las sillas destinadas a tal uso, sujetando entre sus manos, el número que la máquina de la entrada, que era lo único moderno que existía, al menos a simple vista en la primera sección, les había entregado.

Ella no esperaría a ser llamada por su número, el 69, de no haber estado en aquella situación se hubiese reído, pero aquel no era momento para ser mórbida. Se había encontrado el cadáver de un hombre que presumía ser el de su padre. Aproximándose a una de los despachos, el que tenía la puerta abierta, Elena llamó golpeando con los nudillos, esperando ser atendida.

Un hombre de unos cincuenta años, de piel curtida y una gran mata de pelo salió a su encuentro molesto e impaciente.

—¿Qué desea, no vio la máquina? tiene que esperar a su turno, como los demás—dijo señalando a las personas que esperaban sentadas tras ellos.

—Soy Elena Iturralde, me han llamado para que acuda al cuartel.

El agente cambió su expresión mostrándose repentinamente interesado por su presencia,
—Disculpe señora, la estábamos esperando. Pase, por favor, enseguida viene el inspector Taboada.

Tras invitarla a tomar asiento en el despacho y solicitar su identificación, el agente salió de la estancia dejándola sola en la inerte habitación, donde la única muestra de vida la daban las carpetas, bolígrafos, lápices que reposaban sobre la mesa. En el ordenador una leyenda en el que se leía —A por la copa—. Se movía bailando por la pantalla, de atrás a delante y de arriba a abajo, evidenciando que el agente no había hecho uso de la máquina en los últimos minutos. Nerviosa, se dedicó a observar la casi desnuda pared de la habitación, donde un almanaque, un cuadro de sus majestades los reyes y una cruz eran los únicos adornos de la impersonal dependencia.

Quince minutos más tarde el agente regresó al despacho acompañado por un hombre bastante más joven que él, era alto, moreno y por su aspecto, muy seguro de sí. Elena se obligó a centrarse, estaba allí por la aparición de un cadáver y no de uno cualquiera. Tratando de serenarse y centrar su mente, se puso de pie para aceptar la mano que el inspector Taboada le ofrecía.

—Hola, buenos días. Tome asiento, por favor—dijo él con tranquilidad—. ¿Es usted Elena Iturralde?—. Tras recibir la silenciosa afirmación de Elena, el inspector prosiguió hablando—. Bien, la hemos hecho venir por el reciente descubrimiento de un cadáver, presuntamente el de su padre Don Ángel Iturralde Muiño. Hemos encontrado su documentación en la indumentaria que llevaba puesta, pero precisamos que haya una identificación. Así pues, si está preparada acompáñeme—. Terminó diciendo al tiempo que se ponía en pie invitando a Elena a seguirlo.

Elena no se atrevió a caminar junto al inspector prefirió seguirle cabizbaja, necesitaba aceptar lo que vendría a continuación. En silencio sentada en la parte trasera del vehículo de la brigada, dejó que la condujeran al exterior del pueblo donde se encontraba la central y el edificio forense. Donde un enorme ascensor, cuyas proporciones eran las idóneas para la entrada de camillas mortuorias, les condujo a una planta inferior. Allí Elena se sintió desfallecer, un pasillo siniestro y frío se abrió ante ellos haciendo volar su recuerdo a la aparición fantasmagórica de su padre. Sin dejar de andar tras los agentes, llegaron a la tercer puerta, en cuyo interior les esperaba la entrada a la morgue, donde supuestamente estaba el cuerpo sin vida de su padre.

Estaba a punto de entrar, los agentes se encontraban dentro y ella necesitaba un momento, no sabía cómo iba a racionar pues llevaba catorce años sin ver a su padre, y ahora, el supuesto cadáver se encontraba a unos metros de distancia. Respiró hondo y cerró los ojos armándose de valor, pero justo cuando iba a traspasar la puerta escuchó una voz en la lejanía que decía: «Elena». Un escalofrío caló los huesos de su cuerpo y estremeciéndose se giró hacia a un lado de la puerta, en la penumbra de aquel terrorífico pasillo la imagen casi traslúcida de su padre la llamaba con las manos llenas de sangre. Absorta en su propia ensoñación no se dio cuenta de que el inspector Taboada la llamaba.

—Señorita Iturralde, ¿se encuentra bien?— preguntó al verla ida. Elena lo miró hasta adaptar los latidos de su corazón.

—Sí, es duro y no me hago a la idea.

—Lo entiendo, pero es de vital importancia su colaboración—insistió.

Asintió con la cabeza y pasó detrás del inspector, al fondo se encontraba el otro agente con el semblante serio. Elena caminó por el largo pasillo sintiendo el Réquiem de Mozart en cada latir de su pecho. Llegó a esa mesa metálica donde reposa el cuerpo sin vida de Manuel, el inspector retiró la sábana blanca y vio a su padre con las cuencas vacías y restos todavía de piel adherida a la calavera, la imagen era espantosa. La joven gritó en un principio por la impresión y después hipnotizada por el horror se desvaneció en su propio delirio. Se fijó en una marca abierta en el cráneo. Sin darse cuenta, pensó en voz alta.

—Esa es la marca del hacha…

—¿Cómo dice? —preguntó avispado Taboada.

—Yo… he creído, no sé, lo supuse.—Elena salió de la morgue corriendo, necesitaba aire puro.

El inspector fue detrás de ella, había algo que se le escapaba y pensó que aquella joven sabía más de la cuenta. Todo lo que rodeaba a la familia era un misterio, había pedido el expediente después de enterarse de que el hermano pequeño, Samuel, murió en extrañas circunstancias días antes de la desaparición del padre. Encontró a Elena en la calle con los ojos empapados en lágrimas, se acercó prudente pues no quería espantarla.

—Reconocer a un familiar es muy desagradable, pero debo preguntar si ha reconocido algo de lo poco que queda del difunto.

—Es él, nunca olvidaré la ropa que llevaba puesta el día que abandonó a la familia. Me he pasado la vida odiándolo por ser un cobarde y ahora resulta que estaba muerto, asesinado…

—Todavía falta el informe del forense, no sabemos si fue un asesinato o… — Elena sentía mucha rabia y no lo dejó terminar.

—Es un poco extraño que estuviese enterrado en las tierras abandonadas de mi familia, ¿no cree? No hay que esperar al informe del forense para sacar conclusiones.

—Será mejor que la lleve de vuelta a casa, ha sido un día duro —la joven asintió, no quería seguir allí.

De regreso al pueblo, Elena iba muy distraída mirando por la ventana, se sentía tan confundida con todo; el declive de su madre tan inesperado, la muerte de su padre, el arsénico, los sucesos sobrenaturales que necesitaba para encajar las piezas del puzzle. Taboada la observaba de reojo, su intuición le decía que había secretos dentro de esa cabeza que a la vez le resultaba hermosa. Pero era un profesional y no debía fijarse en esos detalles de una de los sospechosos. La familia estaba en el ojo del huracán de la Guardia Civil, primero investigarían el entorno familiar y después a los amigos y vecinos.
Llegaron a la misma puerta de la casa, Elena le dio las gracias y fue a abrir la puerta, pero justo en ese momento Taboada le cogió del codo, sintió una especie de electricidad por el cuerpo y sin poder evitarlo se sonrojó. En el cuartel el atractivo de Taboada no la había pasado desapercibido, pero hasta ese momento no se había dado cuenta de que el inspector parecía tener todo lo que ella buscaba en un hombre, atractivo físico, inteligencia y gentileza.

—Elena, si necesitas hablar o contarme cualquier cosa puedes llamarme a cualquier hora del día — dijo entregándole una tarjeta de visita. Esta la cogió y se la guardó en el bolsillo del pantalón.

Esperó a que el coche se alejara de la casa para entrar, no tenía cuerpo para seguir hablando con nadie, solo quería encerrarse en su habitación y no moverse en todo el día. Caminó desganada y justo cuando iba a abrir la puerta, Lucía, la madre de Raquel, la llamó.

—Hola, Elena—. Se acercó para saludarle con dos besos —.Me alegro de verte de nuevo por aquí, vengo a ver a tu madre. Me he enterado de que la pobre está muy delicada, ya sabes que en el pasado fuimos grandes amigas.

—Lo sé —.Abrió la puerta invitándola a entrar —. Por favor, pasa.

— Por cierto, ¿de dónde vienes? parece que has visto a un muerto—. Sonrió bromeando.
—Vengo de ver el cadáver de mi padre—soltó sin un atisbo de sentimiento.

—¿Qué?

La cara de Lucía fue todo un poema, se quedó tan blanca como la nieve. La miró sin ninguna clase de expresión, parecía estar en otra parte. Comportamiento que Elena encontró muy extraño.


Continuará.…

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