EL SALTO DEL ÁNGEL
El Salto de un Ángel - 5ª entrega
Elena despertó con la boca seca y un frío helador entraba
por la puerta principal, estaba abierta. Se levantó con un fuerte dolor de
cabeza y se dirigió a la habitación de su madre, al abrirla encontró la cama
vacía, había desaparecido. Angustiada, la buscó por toda la casa, una mujer
enferma que apenas podía caminar no desaparecía así como así. Recordó la imagen
fantasmagórica en el salón, no podía creer que era el espíritu de Manuela, no
podía ser y tampoco tenía sentido. Cogió el móvil y salió a la calle para
llamar a su tía, necesitaba respirar aire fresco.
Caminó por el pueblo sin darse cuenta de que los pasos la
guiaban a la Colegiata, su tía no cogía el teléfono. Miró al cielo, el tiempo
se estaba nublando y parecía a punto de llover, siguió con su caminata sin
perder de vista a las nubes hasta que su mirada se encontró con la imagen de su
madre en lo alto del campanario. En ese momento, el móvil resbaló de su mano cayendo al
suelo, se quedó sin habla, allí estaba, con su camisón blanco y el pelo largo
azabache ondulando con el viento. Parecía un mártir, un ángel sin alas. El
corazón se le encogió en un puño al verla con los brazos abiertos y dejándose
caer al vacío. Pasó a cámara lenta, Elena gritaba sin perder detalle, la vio
estrellarse contra el suelo de piedra.
El cielo lloró por su
muerte, la lluvia empezó a caer con violencia, borrando el horror de la sangre
de la calzada. La joven cayó de rodillas con las manos temblorosas, a su madre
le quedaba un hilo de vida, la miró y susurró:<<Pagué mi deuda con la
muerte>>. Murió, el alma se escapó de su frágil cuerpo rompiendo en mil
pedazos el corazón de su hija y el de su hermana Carmen que gritaba horrorizada
desde una esquina, prueba de ello fue la compra desparramada por el suelo.
El regreso a Santillana
del Mar estaba siendo una pesadilla para Elena, jamás pensó que la vida la
golpease una vez más tan duramente. Rodeada con una manta, esperaba junto a su
tía en la sala de interrogatorios de la comisaría. El inspector Taboada fumaba
leyendo el informe del forense.
—Sigo sin entenderlo,
¿cómo una mujer que no podía sostenerse de pie llegó sola a la
Colegiata?—Preguntó intentando comprender la situación.
—Ya le he dicho que no
lo sé, estaba en mi habitación durmiendo—mintió porque se negaba a contarle la
verdad, la tomaría por loca—me desperté y fui a ver a mi madre. ¡NO
ESTABA!—Gritó desesperada—. No estaba… alguien se lo tuvo que llevar…
—¿Un fantasma?—Taboada
dio un fuerte golpe en la mesa, tenía los nervios desquiciados. Aunque no era
su intención asustarla—. Discúlpeme, lo siento.—Salió de la habitación a buscar
un café, necesitaba aclarar las ideas. La mujer que le atraía era la principal
sospechosa.
Tía y sobrina se
quedaron en silencio en la sala, Carmen no paraba de llorar, eso le partía más
el corazón a Elena. La abrazó para consolarla, pero nada más podía hacer. Esta,
en sollozos, le hizo una pregunta.
—Cariño, ¿Dejaste a tu
madre sola con Lucia?
—No, ella se fue, ha
sido el fantasma…—necesitaba compartir la carga con alguien o se volvería loca.
—¿De qué hablas?—Carmen
dejó de llorar.
—Vi a papá, a su
espíritu… y hoy vi al espectro de mamá o eso creí en el salón de casa, me
desmayé y… alguien susurró en mi cabeza… todo esto es muy extraño.—Las lágrimas
se escapaban de sus ojos.
Carmen se levantó de la
silla sin contestar y paseó de un lado a otro por la sala de interrogatorios
hablando consigo misma y con la mirada en algún lugar lejano.
—La historia se repite,
otra vez no… la historia se repite…
—¿De qué hablas?—exigió
saber Elena.
—De tu hermano—. Carmen
la miró con los ojos idos, llenos de terror.
Taboada se encontraba
tomando un café bien caliente detrás del espejo donde podía observar a las
principales sospechosas. Aquel dato complicaba más la investigación, él no
creía en fantasmas, sino en lo racional y según sus sospechas el supuesto ente
debía ser de carne y hueso.
¿Cómo era posible que
aquellas dos mujeres creyeran en fantasmas? Resistiendo a creer a Elena loca,
decidió pensar que alguien trataba de manipular a la joven y a su familia,
ahora solo faltaba encontrar el por qué. ¿Qué sentido tenía acabar con la vida
de una moribunda?
Según el informe
forense, Manuela Iturralde estaba sentenciada. Apenas debía quedarle unos
quince días de vida ¿Qué necesidad podían tener la tía o la hija en acabar con
su vida de forma precipitada?, pero si bien aquello era cierto ¿Cómo una mujer
en su estado había sido capaz de recorrer aquella distancia descalza y sin
ayuda? Sin lugar a dudas alguien tenía que haberla ayudado a llegar a lo alto
del campanario. Elena no poseía la complexión necesaria para cargar con el
cuerpo casi inerte de su madre y había testigos que situaban a Carmen, en el
mercado del centro quince minutos antes de la hora de la muerte. Parecía
imposible pensar que alguna de las dos mujeres que se encontraban en la sala de
interrogatorio fuera responsable, pero Taboada estaba acostumbrado a lidiar con
lo imposible.
En la sala de
interrogatorios, Carmen, en trance, se balanceaba sobre una fría silla metálica
frente a su sobrina, recordando el sonido hueco que produjo el cráneo de
Manuela al chocar contra la calzada adoquinada. Había llegado justo a tiempo a
la plaza, para ver caer el cuerpo de su hermana, consiguiendo que la imagen la
transportarla al pasado a aquel 19 de Septiembre, cuando Samuel cayó desde
aquel mismo lugar en extrañas circunstancias.
—Tengo que salir de
aquí, me estoy asfixiando— dijo repentinamente Elena, golpeando la mesa que la
separaba de su tía con los puños, para seguidamente empujar la silla hasta
estrellarla sobre la pared. —No puedo permanecer ni un segundo más encerrada,
necesito saber que le ha sucedido a mi madre, necesito verla ¡¿Es que nadie me
oye?!—Gritó desesperada dejando rodar las lágrimas por su rostro. Sin saber si
estas eran provocadas por la pena, por la pérdida o por el terror que crecía
convulsivo en sus entrañas.
—¡Señorita Iturralde,
serénese!— Exclamó el inspector Taboada abriendo la puerta con ímpetu—. Si no
se serena no tendré más remedio que encerrarla ¿me entiende?
Elena le miró, buscando
tranquilizarse mirando al hombre que había descubierto horas antes no al
inspector y asintió en silencio.
—Disculpe, pero ¿cree
que puedo ver a mi madre?
—Por supuesto, espere
un momento, en seguida la acompañaran. Después pueden marcharse—. Convino el
inspector dirigiendo la mirada a la mujer que permanecía sentada sin que nada
pareciera poder sacarla del trance en el que estaba.
Carmen les miraba sin
emitir palabra alguna, con la mirada perdida en el pasado mientras veía caer a
su sobrino una y otra vez sobre el suelo ensangrentado.
—Tía, ven, acompáñame
—pidió Elena, limpiándose las lágrimas con el puño de la camisa. —Por favor
¿alguien puede atenderla mientras yo me despido de mi madre?—Preguntó más
tranquila.
—Yo mismo me quedaré
junto a ella—respondió el Inspector.
En la morgue, Elena se
aproximó a la gélida camilla donde descansaba el cuerpo de su madre en el
interior de una bolsa de color negro. Hacía muchos años que se había
distanciado de ella, pero verla allí sola en aquella siniestra habitación
rodeada de cuerpos tan carentes de vida como el de ella la desoló. Recordando
las últimas palabras pronunciadas por la presencia. —Ella lo sabe, ella la
guarda, lo ayudó ¡Mátala!—. ¿Acaso el ente o lo que fuese que la hubiese
hablado le avisaba?
—Señorita Iturralde,
debemos irnos. Las llevaré a casa—. La sobresaltó el inspector al entrar sin
aviso en la habitación.
Continuará …………………
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