Cristina miró de reojo el reloj por
última vez antes de acostarse. Había sido un intenso día de mudanza y estaba
exhausta. Era medianoche, la hora mágica en la que las meigas empezaban a
despertar, como rezaba una frase escrita en un pequeño cuadro colgado en la
pared enfrente de su cama y en el que no se había fijado hasta ese momento.
Mientras abría el embozo de las sábanas procurando que no hubiese ninguna
arruga, esbozó una ligera sonrisa imaginando esas brujas que seguramente
poblaban en la memoria colectiva de aquel pueblo en el que había decidido pasar
una larga temporada. Su hermano acaba de morir en un accidente y necesitaba
recuperarse de la depresión que la había atrapado tras su trágica pérdida. Se
metió en la cama y así, con la imagen de una horrible hechicera de nariz
aguileña y mirada tenebrosa que invadía toda su mente, cerró los ojos hasta se
quedó completamente dormida.
Riñalos era un pueblecito de la provincia A Coruña al norte de Galicia, donde Cristina había decido emprender una nueva vida huyendo de una realidad que no quería aceptar. La inesperada muerte de su hermano había sido un golpe terrible para ella. Deseaba desesperadamente aislarse del mundo y deshacerse de esa pena tan profunda que anidaba en su corazón. Y donde mejor que en aquel lugar donde su madre se había criado, y del que tantas veces le había hablado de pequeña enamorada de la paz y de la belleza que reinaba en cada uno de sus rincones. Ahora se sentía tan sola, que su ausencia y la de su padre que también había fallecido años atrás, se acrecentaba con el recuerdo de su querido hermano al que estaba tan unida.
La vivienda, que aún se mantenía en
pie, era un viejo caserón situado muy cerca de un bosque de extensa vegetación
repleto de árboles y abrojos a los pies de un pantano. Un lugar idílico para
abstraerse y disfrutar de las costumbres tan arraigadas de aquel pueblo donde,
por otro lado, no faltaban las leyendas de misterio tan peculiares de toda la
comarca.
Aquella noche había luna llena. Su
reflejo, blanco y poderoso, se colaba a través de la ventana del dormitorio de
Cristina desdibujándose sobre su dulce rostro dormido.
Todo parecía en calma. La brisa
nocturna mecía las ramas de los vetustos árboles que se agolpaban muy cerca de
la casa, y de vez en cuando, el sonido de sus hojas al rozar contra los
cristales conformaba una sintonía que, a medida que avanzaban las horas, más
que bienestar lo que producía era miedo y desasosiego. Cristina se despertó de
repente sobresaltada y se incorporó sobre la cama. Estaba sudorosa y al mismo
tiempo helada. Hasta que no encendió una pequeña vela que había colocado en la
mesilla, no se tranquilizó. La morada era tan antigua que la instalación
eléctrica necesitaba una buena reforma. Miró a su alrededor algo recelosa. El
resplandor de la llama de la vela se apoderaba de la oscuridad bailando entre
sombras que danzaban sinuosas reflejándose sobre las paredes. Empezó a sentirse
confusa y desorientada en aquella habitación en la que pasaba su primera noche.
El viento, ahora mucho más intenso,
empezó a golpear las persianas de madera marcando un compás siniestro cada vez
que se abrían y cerraban entre la penumbra que se colaba al trasluz. Muy
decidida, Cristina se levantó para cerrarlas antes de que pudieran llegar a
romperse. Entonces, mientras intentaba sujetar el pestillo en su agujero, la
vio; una silueta con forma humana resplandecía en la negrura apoyada sobre el
tronco de uno de los pinos del jardín, el que había justo enfrente de su
ventana. Cristina se asustó. ¿Qué diablos era aquello? La forma que tenía aquel
ente era muy definida, con piernas, torso y brazos, sin embargo, su rostro se
mostraba difuminado. Confundida, se frotó los ojos una y otra vez para
cerciorarse de que su imaginación no le estaba jugando una mala pasada. Pero,
cuando volvió a abrirlos, aquella especie de efigie de luz seguía ahí quieta,
imperturbable y sintió pavor. Cerró las contraventanas apresuradamente como si
le fuese la vida en ello y volvió a meterse en la cama tapándose con las
sábanas hasta arriba hasta que el sueño la venció por completo.
Al día siguiente, los rayos del sol
despertaron a Cristina algo más temprano de lo que ella estaba acostumbrada.
Aunque acaba de empezar el invierno, la mañana había despuntado resplandeciente
y la temperatura exterior invitaba a pasear por el bosque. Pero Cristina se
levantó agotada, con una extraña sensación de no haber dormido nada en toda la
noche. Tampoco recordaba la misteriosa visión que había presenciado de
madrugada. La pesadez que sentía en su cabeza se asemejaba a una fuerte resaca,
pero ella no había bebido nada de alcohol. Bajó a la cocina para tomarse un
analgésico y después se vistió con ropa cómoda para ir al pueblo. Eran
demasiadas cosas las que le faltaban por preparar en su nueva estancia y lo
primero, llenar la despensa con los alimentos más básicos. Ni siquiera tenía ni
una mísera galleta para desayunar.
El pueblo estaba algo alejado de la
vivienda, a una media hora caminando, y para llegar hasta él debía atravesar el
bosque. No había otra manera. Cristina cogió su mochila y salió muy ufana
tomando el único sendero que enlazaba con Riñalos, un caminito estrecho y lleno
de maleza protegido entre los pinos, que bajo la luz del sol, parecía diferente
y mucho más alegre. Pero, al poco tiempo de emprender la marcha, comenzó a
sentirse incómoda. Cada vez había más ramas desprendidas que se agolpaban en el
suelo y le impedían avanzar. Era como si aquella senda hubiese estado muchos
años abandonada a su suerte y nadie hubiese pasado por allí. En lo alto, las
copas de los árboles se entrelazaban entre ellas creando un techo frondoso que
ya no dejaba pasar la claridad del día. Las sombras comenzaron a abrazarla. En
ese instante, una ráfaga de viento helado golpeó su cara y Cristina comenzó a
temblar. Hacía frío, pero era un frío distinto, sobrecogedor. Además todo
estaba en silencio, no se oía absolutamente nada, ni los pajarillos, ni el
sonido del agua del arroyo que la había acompañado durante todo el trayecto.
¿Qué estaba pasando? De repente, se paró en seco al presentir que alguien la
seguía. Una brisa glacial rozó su cuello y se giró asustada. Entonces, un
escalofrío recorrió todo su cuerpo cuando vio la silueta de una mujer que la
observaba fijamente rezagada entre los árboles y automáticamente recordó la
visión que había presenciado por la noche. Era la misma figura espectral. La
expresión de su rostro comenzó a aclararse mostrando una mirada aterradora.
Cristina se quedó paralizada mientras veía como aquella señora, que parecía de
otra época vestida toda de blanco, se acercaba sigilosamente hacia ella. No
caminaba, sino que flotaba en el aire a pocos centímetros del suelo. Y bajo un
poderoso influjo que emanaba su exilia presencia, se quedó inmóvil atrapada en
sus pupilas hasta que la tuvo muy cerca.
La misteriosa señora comenzó hablarle:
─No temas, pequeña. Te necesito...,
sígueme...
Cristina estaba aterrada. Como era
posible que aquella especie de espectro le estuviese hablando si ni siquiera
movía sus labios. Y su voz, era tan aguda que se le metía en sus oídos como un
afilado puñal. Lo único que la mantenía en pie a pesar de la impresión, era el
negro vacío de sus ojos. Desgajaba tanto pesar que la conmovió y sintió que
debía corresponderle.
─ ¿Quién eres? ¿Por qué quieres que
te siga? ─le preguntó Cristina.
La mujer no respondió. Rápidamente se
dio la vuelta haciendo ademán de que la siguiese y comenzó a alejarse poco a
poco hacia el arroyo. En ese momento Cristina reaccionó y empezó a correr en
dirección contraria como alma que lleva el diablo. Ya no le importaban ni las
ramas rotas, ni las zarzas que se le iban enredando en el pantalón, ni el
viento gélido que arañaba toda su piel. Lo único que quería era llegar cuanto
antes a la aldea para contar lo que acaba de presenciar. Seguro que los más
ancianos del lugar tendrían alguna respuesta.
Cuando por fin llegó al pueblo, no
había ni una sola alma por las calles. Pero allí se sentía segura. Se metió por
la primera calle que encontró hasta que, tras recorrer varias callejuelas
adyacentes, aterrizó en la plaza central. Una gran fuente de piedra sin agua,
una iglesia románica que parecía que se iba a derrumbar en cualquier momento y
varias casitas apiñadas a su alrededor, eran la estampa que presidía aquel
centro neurálgico de la comunidad.
Cristina vio el cielo abierto cuando
sus ojos se posaron en un cartel de letras rojas colgado sobre una de las
fachadas que indicaba: "Bar Aureliño". Se acercó hasta la puerta de
la que pendía una cortina de cuentas de colores y entró sin vacilar. En aquel
bar no había nadie. Su decoración era bastante humilde y rudimentaria. Las
paredes estaban pintadas de un amarillo desgastado y en el fondo se veía una
barra de cerámica y varias mesitas de madera con sus respectivas sillas. Qué
raro era todo, parecía que en ese lugar no había pasado el tiempo y la calma
que se respiraba creaba todavía más inquietud.
─ ¡Buenos días! ─exclamó─ ¿Hay
alguien ahí?
Inmediatamente, una voz respondió
procedente de una estrecha puerta al otro lado de la barra:
─Ya va, ya va...
Por fin, un hombre de mediana edad
salió a recibirla. Su aspecto era muy agradable. Bajito y rechoncho, inspiraba
confianza y cordialidad. Al verla le saludó muy amable con su característico
acento gallego:
─¡Bos días señorita! ¿En qué lle podo
axudar?
Cristina puso cara de asombro, apenas
entendía aquel lenguaje tan peculiar típico de la zona.
─Ay, discúlpeme, es la costumbre
─rectificó el posadero─. Eres nueva por aquí ¿verdad? No estamos acostumbrados
a tener visitas...
Rápidamente, el hombre levantó una
portezuela que había en un extremo de la barra y se acercó hasta ella para
extenderle la mano. Se presentó:
─Soy Aureliño, el dueño de este viejo antro y un servidor para lo que gustes mandar. Si necesitas cualquier cosa, no dudes en pedírmelo.
─Encantada de conocerle Aureliño, me
llamo Cristina. Ayer llegué al pueblo y he venido para quedarme ─le respondió
ella más tranquila.
─Pero, ¿te encuentras bien, niña? No
tienes muy buen aspecto. Ahora mismo te preparo un café bien cargado con
magdalenas y verás que bien te sienta.
─Muchas gracias señor ─replicó ella
agradecida─. Es que, verá..., crucé el bosque y vi algo que...Igual usted puede
ayudarme.
Aureliño, sin dejarle continuar la
interrumpió bruscamente:
─¿Has atravesado tú sola el bosque a
estas horas, pequeña?
─Sí, no me quedaba otra salida. Mi
casa está al otro lado del arroyo y es el único camino posible hasta aquí.
El aldeano la miró perplejo y le
preguntó:
─¿Te has instalado en la casa
abandonada? ¿Eres algún familiar de sus antiguos propietarios?
─Sí, claro ─respondió Cristina─. Era
la casa de mis abuelos y en la que vivió mi madre durante su infancia.
Aunque..., siempre que le preguntaba por ellos se ponía muy triste y cambiaba
de conversación. No me gustaba verla llorar. A pesar de todo, fue muy feliz
aquí y por eso he decidido alojarme en ella para pasar el invierno.
─Verás, bonita ─No quiero asustarte,
pero, en aquella casa ocurrió algo horroroso. ¿Tu madre nunca te contó lo que
sucedió?
Cristina no salía de su asombro.
Estaba deseando preguntarle a su nuevo amigo quién o qué podría ser lo que
acababa de ver en el bosque, pero él no le dejaba hablar empeñado en narrarle
una historia en la que su familia era la principal protagonista:
Tus abuelos, Pedriño y Lucía, nacieron aquí. Se criaron juntos y enseguida se enamoraron. Se hicieron novios y se casaron muy jóvenes. Al principio todo fue bien, tuvieron una hermosa hija, tu madre, pero la cosa empezó a torcerse cuando a la niña le diagnosticaron una compleja enfermedad que le hacía muy vulnerable y le impedía salir al exterior; los rayos del sol quemaban su piel como un papel de fumar. Era un matrimonio inseparable y siempre acudían juntos a la capital para llevar a la chiquilla a la consulta de un prestigioso dermatólogo. El mejor de toda la región que al final consiguió curarla. No obstante, la niña creció aislada. Solo podía jugar en el bosque donde la penumbra hacía de guardiana para protegerla. Pero un día, Pedriño se puso muy enfermo de unas fiebres y no puedo acompañarlas como era habitual. Lucía tuvo que viajar esa vez sola con su pequeña a A Coruña y en el camino de vuelta ocurrió la tragedia. El autobús, en el que siempre regresaban se averió y tu abuela, impaciente y preocupada por Pedriño no quiso esperar y decidió coger el tren para llegar a casa cuanto antes. Cerca del anochecer, el tren descarriló en el puente que atravesaba el pantano y el vagón en el que viajaban cayó al agua. La niña y todos los pasajeros fueron rescatados, menos Lucía. Se la buscó durante mucho tiempo hasta que la dieron por desparecida. Su cuerpo jamás se encontró. Después de aquello, tu abuelo se volvió loco por la pena y abandonó el pueblo junto a tu madre para emprender una nueva vida en la capital. Dicen que, desde entonces, el alma de Lucía vaga por el bosque en busca de su pequeña. Son muchos los que aseguran haberla visto rondando cerca de las aguas pantanosas. La llaman la dama blanca del bosque porque siempre que se ha aparecido, lo ha hecho en noches de luna llena.
Cristina estaba alucinando. Aturdida
por la leyenda del posadero, no quiso contarle nada. Él, sin saberlo, ya le
había revelado quien era la señora del bosque; su propia abuela. Su cabeza era
un hervidero de emociones. Se sentía muy angustiada, pero al mismo tiempo
necesitaba volver a encontrarse con ella. Apuró el desayuno que Aureliño le
había preparado y se despidió agradecida por su hospitalidad y por la suculenta
bolsa de comida que él se afanó en obsequiarle con varios quesos, leche y
galletas:
─Toma, de momento con esto te
apañarás hasta que puedas comprar lo necesario en la tienda de Manuel. Está
bajando la cuesta, a dos calles más abajo.
─Muchas gracias por todo, amigo.
Mañana volveré otra vez a estas horas. El café me ha devuelto la energía que
necesitaba, estaba buenísimo ─le respondió Cristina mientras apartaba con sus
manos la cortina de bolitas para salir del bar.
Momentos después, Cristina se dirigió
apresurada hacia el bosque. La historia que le había contado Aureliño le había
hecho comprender la amargura de su madre y su hermetismo por un suceso tan
espantoso. Se adentró entre los pinos y comenzó a caminar desesperada entre
ellos buscando a la dama blanca, pero esta vez, no había rastro de ella. Cuando
llegó a casa, guardó los quesos y la leche en la despensa. Después, pensó que
no debía obsesionarse con aquel peregrino encuentro y se entretuvo en colocar
las últimas cosas que le quedaban; unas lamparitas, algunos cuadros, y varias
fotografías familiares con las que decoró el aparador salón. Pero cuando subía
al dormitorio, de repente oyó un ruido extraño que procedía de la planta más
alta de la casa: la buhardilla, un cuarto en el que todavía no había entrado.
El sonido, era como un golpe seco que se repetía a intervalos crujiendo sobre
la madera.
Cristina empezó a sentir otra vez
frío. El ruido no cesaba y cada vez se oía con más intensidad. Intentó no
dejarse llevar por fantasías y pensó en que quizás algún gato u otro pequeño
animal se había colado por el tejado y se armó de valor para averiguar que era.
La portezuela de madera que daba acceso al altillo estaba hinchada y le costó
abrirla.
El pequeño habitáculo estaba repleto
de objetos antiguos de toda índole; muñecas de cartón, algunas sillas, una mesa
camilla, un reloj de cuco sin saetas, una cuna de latón, cajas de cartón
enmohecidas y un montón de bultos tapados con viejas sábanas blancas que daban
a la pieza un aspecto fantasmagórico.
Cristina entro agachada con mucho
cuidado de no golpearse la cabeza con los maderos del techo, estaba demasiado
inclinado. Entonces, nada más poner un pie en aquella estancia, ya supo de dónde
venía el ruido misterioso. La ventana se había abierto y sus hojas golpeaban
contra el marco mecida por el viento. Pero cuando se acercó para cerrarla, algo
se topó con su pie y miró hacia abajo. Sin darse cuenta, había pisado una
fotografía muy antigua que yacía en el suelo entre cristales rotos. Cuando se
inclinó para cogerla y la tuvo en sus manos, dio un paso atrás sorprendida ante
la imagen de un rostro femenino que le resultaba familiar. Sí, no había ninguna
duda. Aquella elegante dama era la señora que había visto en el bosque. Su
semblante sereno, pero también muy afligido, estremecía al mirarlo y, lo
curioso era que bajo sus ojos se habían formado unas diminutas manchas, quizás
producidas por la humedad, que parecían lágrimas. Cristina, que ya había
reconocido a su abuela en aquella imagen, se emocionó y no pudo evitar tocar
esas gotas con su dedo índice. Las acarició despacio y, sorprendentemente, notó
como su dedo se mojaba. Era como si aquella vieja foto acabase de llorar y le
suplicara auxilio con su misteriosa y penetrante mirada.
Los días siguientes, Cristina intentó matar el tiempo arreglando su casa para no pensar en el doloroso pasado de su abuela. Desde el incidente de la buhardilla, no había vuelto a entrar ahí y tampoco había visto ya más a la señora del bosque cada vez que bajaba al pueblo. Por las noches, dormía con la luz encendida y con la ventana cerrada a cal y canto. Su amigo del bar, Aureliño, le había ayudado con la instalación de la luz y los muebles, ya que también era electricista, carpintero y un montón de cosas más. Sin embargo, algo prodigioso que iba a suceder esa misma noche, iba a cambiar para siempre el rumbo de esta historia.
Era domingo y el pueblo celebraba la
festividad de su patrón. Cristina, se pasó toda la tarde en la verbena
charlando muy distendida con los vecinos que la habían acogido de maravilla y
ayudando a Aureliño en el bar. Así se olvidaba de lo sola que le había dejado
su hermano y cuánto le echaba de menos. Pero esa noche, en la que la luna llena
despuntaba desafiante sobre el horizonte, cayó sobre ella sin darse cuenta:
─Aureliño, tengo que irme ya. Mira cómo ha anochecido de repente...
─¿No pretenderás ir sola a estas horas por el bosque? Espera un poco a que termine de recoger y te acompaño a casa con Blas ─le impuso el muy convencido.
─Bueno, sí, será mejor que vengas
conmigo. El brillo de la luna me ha hecho recordar otra vez la historia de mi
abuela.
Blas era un viejo pastor alemán que
había hecho muy buenas migas con Cristina. Cuando ya no quedaba nadie en la
plaza, Aureliño cerró el bar y los dos se adentraron en el bosque con el perro
y con la ayuda de unas linternas.
Cristina nunca había vuelto a casa
tan tarde. La nívea luz de la luna hacía que los árboles reflejasen su silueta
entre las sombras creando un halo tenebroso. Ya llevaban más de la mitad de
camino y ninguno de los dos había vuelto a abrir la boca. Cristina solo quería
llegar a casa cuanto antes donde se sentía segura. Miraba hacia un lado y a
otro temerosa mientras Blas, delante de ellos, marcaba el camino deprisa sin
darles tiempo a detenerse ni siquiera un instante.
─No tengas miedo ─advirtió muy seguro
Aureliño─. Sí Blas está tranquilo, no pasará nada. El nos avisará cuando
perciba algo.
Pero ya cerca del arroyo, el pastor
alemán comenzó a ladrar de una manera poco habitual. Más que ladridos parecían
aullidos y Cristina se asustó. Le preguntó
a Aureliño intrigada:
─¿Qué le pasa al perro? ¿Por qué
ladra así? Dios mío, si parece un lobo.
─No sé, parece muy inquieto. Nunca le
había visto tan nervioso ─le respondió Aureliño también algo preocupado.
Entonces, en un momento de confusión, la dama blanca surgió de las tinieblas de repente y se plantó delante de ellos igual que si fuese un fantasma. Aquella noche parecía más angustiada que nunca. Comenzó a llorar y a hablarles entre lamentos:
─Por favor, tenéis que ayudarme a
sacarla. Mi niña está en el pantano..., mi niña está en el pantano... Vamos,
seguidme. Yo solo puedo oírla..., no puedo verla...
Blas comenzó a perseguir a la señora
que se deslizaba a gran velocidad entre la maleza. La luz de la luna refulgía
sobre sus cabellos haciéndola tan brillante que se le veía claramente a gran
distancia. Cristina y Aureliño seguían al perro sin detenerse hasta que por fin
llegaron al pantano. Pero allí, el reflejo de la dama blanca había desaparecido
por completo y, otra vez, la cerrazón de la noche cubría las aguas turbulentas
de aquella masa cristalina que parecía un espejo hacia otra dimensión.
Blas, moviéndose de un lado para otro
en la orilla, cada vez estaba más nervioso. Empezó a olisquear por toda esa
zona hasta que se detuvo cerca de unos matorrales que se amontonaban en una
isleta contigua. Desesperado, comenzó a escarbar en la tierra con sus patas
delanteras.
Cristina y Aureliño se acercaron
hasta él intrigados por el afán del animal. Cuando por fin descubrieron lo que
el perro intentaba destapar, se quedaron atónitos. El torso de un cadáver
empezó a surgir entre el barro. Todavía conservaba la ropa, y su larga melena y
las manos se mostraban tan intactas que enseguida se dieron cuenta de que
pertenecía a una mujer . Entonces Aureliño comprendió. Aquellos restos
seguramente eran los de Lucía. Las lluvias de los últimos días quizás habían
removido aquellas tierras pantanosas haciendo posible que el cuerpo aflorase
ahora. Cogió a su fiel amigo Blas y lo sujetó con fuerza para que no siguiese
escarbando y después se acercó hasta Cristina que lloraba desconsolada al ser
testigo de un hallazgo tan increíble. La abrazó con ternura e intentó
consolarla como si fuese un padre.
─No llores, chiquilla ─le dijo─.
Ahora tu abuela por fin podrá descansar en paz. Le daremos sepultura como
merece y ya nunca más vagará por el bosque en busca de su pequeña. Después de
todo lo que ha pasado, estoy convencido de que ha sido ella quien te ha traído
hasta aquí para que rescatases su cuerpo oculto en el pantano durante tantos
años.
"Dicen las leyendas del lugar,
que una dama blanca vaga por el bosque, pero solo muy pocos saben que ese
resplandor es su alma que descansa en paz y que, en noches de luna llena,
ilumina el puente del pantano para evitar una nueva tragedia"
FIN
1 Reviews
Gracias Geli Romero por leerlo y opinar. Un fuerte abrazo y seguimos compartiendo compañera.
ResponderEliminar¡Saludos! Les doy la bienvenida a mi espacio literario. ¡No sean tímidos, pueden encontrar varias secciones! Antes de irte, recuerda dejarnos un comentario y compartir nuestro espacio.