Cuentos elementales - Fabiola Castillo

Fabiola Castillo autora de “la saga Elemental: La Saga de los Portales”, nos comparte algunos pequeños cuentos que complementan el desarrollo del libro, donde podrás encontrar aventura, misterio y  fantasía en cada uno de los párrafos que leas. Recuerda que al final del extracto, te dejamos el link de compra del libro, por si te animas a leerlo.


CUENTOS DE ELEMENTAL

Esa noche, a una cena liviana siguió una ronda de frutos rojos en el jardín, sentados en sillas de playa entre los nísperos y el almendro, bajo la luna casi llena. No encendimos ninguna luz, preparando la atmósfera para cuentos de misterio. Leo comenzó relatando aquella vez que cruzó con Paty el ‘Parque Altos del Cantillana’, antes de casarse. Yo ya había oído la historia un par de veces, pero me gustaba mucho.

         Recorrieron muchas horas por un viejo camino minero hasta que consiguieron que los llevará el conductor de una destartalada camioneta cubierta por una lona, durante un tramo ascendente. El camionero era muy charlatán y conducía su vehículo con atrevimiento, por curvas cerradas, pendientes casi verticales y trechos semi derrumbados del camino, a una velocidad muy imprudente. En algunos momentos, la camioneta saltaba por los aires y la caída tronaba con estruendo debido a los viejos fierros y al movimiento de la carga cubierta. En las curvas, parecía que ésta fuera a salir despedida, mientras Leo y Paty se aferraban a dos manos de donde pudieran. El vivaz conductor les contaba sobre los largos años en los cuales fue un trabajador de confianza en la pequeña empresa minera que explotaba un yacimiento cercano a la cima de esa montaña.

Sonreí para mis adentros deleitándome en la anticipación de la historia, que ya conocía.

- ¿Qué es lo que debe transportar en su camioneta con más frecuencia? - preguntó Leo al conductor.
-Siempre transporto lo mismo, justo lo que llevo ahora: explosivos- él respondió, despreocupado.

         Leo finalizó su relato explicando que, desde ese momento hasta el ansiado fin del camino, incluso el más mínimo salto y cada vez que el camino se angostaba dejando el espacio preciso justo al borde del precipicio, estuvo al borde del infarto. Hasta la positiva Paty permaneció rezando todo el camino. Todos nos desternillamos de la risa. Ahora imagino a mi hipocondríaco padre, aferrado con sus nudillos blancos, sentado junto a un curtido minero por completo ajeno al terror de sus improvisados pasajeros. La siguiente en contar una historia fue Paty, quien retomó el mismo viaje al Cantillana, unos cientos de metros más arriba y algunas horas después de la parada del camionero.

         Lograron alcanzar la explanada de la cumbre, que se ensanchaba antes del filo que unía ese cerro con el resto de la cordillera de la costa, filo que abordarían al siguiente día con las primeras luces. Armaron su campamento junto a una veta abandonada, la que de seguro perteneció a pirquineros. No había demasiada vegetación, pero unos altos arbustos protegerían a la pequeña carpa del viento. No armaron una fogata, en ese tiempo no existían las luces ‘LED’ y las linternas a batería tenían que cuidarse, a menos que desearas trepar cumbres con un saco de baterías de repuesto a tu espalda. Así que Leo y Paty estaban casi igual que esa noche de cuentos: sentados a la luz de la luna fuera de la carpa, terminando su té, con el cual abrigaban el cuerpo. Bebiendo, reían recordando la reciente anécdota y el gran miedo que sintieron, postergando de momento planear el siguiente tramo de trekking, uno de los más peligrosos de la travesía. Ambos sentían curiosidad por saber quién habría abandonado el filón dejando sólo una abertura en la tierra y unas rocas que en algún momento sirvieron de refugio. Lo más probable era que el mineral se agotó, y como la tierra no le pertenecía, él se marchó a otros rumbos en busca de nuevas vetas. Mientras especulaban, una niebla helada comenzó a cubrir todo el llano. Guardaron sus cosas y se metieron en su carpa, abrigándose dentro de sus sacos. Estaban bastante agotados y con su cuerpo adolorido por el esfuerzo continuo del ascenso y los nervios de las horas en la camioneta. Por lo menos, habían caminado siete horas desde la madrugada en que partieron. El sueño, sin embargo, no llegaba. Aunque no lo mencionaron, tenían una extraña sensación de no estar solos por completo. Paty recordó que durante su improvisada cena en base a latas de conservas, pan y té caliente, las miradas de ambos se dirigían hacia la boca de la mina, a unos treinta metros: de tal hendidura parecía provenir la mirada invisible que sentían pararles los pelos de su nuca. Paty seguía acostada en su saco con sus ojos cerrados, mientras Leo lucía inmóvil, sin roncar; ella creyó que estaba dormido, pero no quiso asegurarse. Una repentina sensación de movimiento en torno a la carpa la hizo abrir sus ojos. Ningún sonido confirmó su sensación. Todo estaba muy oscuro, ya que la luna estaba en fase menguante. A través de la tela de la carpa, intentó ver algo sin moverse mucho, para no despertar a Leo. No sentía temor ni tampoco curiosidad, pero saber que podría haber algo afuera le impedía dormir. Se repitió a sí misma que lo más probable es que se tratara de un zorro o de algún roedor de mayor tamaño (a los cuales no temía) mientras intentaba acallar la voz lógica que le decía que los zorros y ratones tienen patas que hacen ruidos. En eso estaba cuando creyó vislumbrar una pálida luz a través de la delgada tela de la carpa. Evaluó la necesidad de despertar a Leo, pero lo desechó de inmediato. En muchas ocasiones había practicado montañismo a solas, antes de conocer a su compañero trekkero y jamás necesitó un hombre que calmara sus temores. Decidió salir a investigar, y abriendo el cierre del saco con suavidad, se deslizó fuera. Se puso de pie y se volteó para correr el cierre, de nuevo, así Leo no se congelaría. En ese momento, vio una nubosidad luminiscente, a unos quince metros atrás de la carpa, algo así como una silueta de niebla fosforescente. Ella pensó que la bruma se había intensificado y que alguien dormía en la veta o en las ruinas del campamento rústico; sintió curiosidad por los exploradores. Pese a ello, su corazón estaba alerta, oprimido por una inconsciente extrañeza frente a lo inexplicado. La luminosa forma parecía moverse, no hacia Paty sino en dirección a la mina. No era una silueta de tamaño y forma humana, ya que le faltaban muchos centímetros para alguien más alto que un niño pequeño, y porque el tenue brillo alrededor cambiaba de forma. Vaciló otra vez en despertar a Leo, y entonces, algo parecido a una extremidad se extendió desde el centro de la figura apuntando hacia la veta. Paty estaba segura de no haber pestañeado, no obstante, una milésima de segundo después observó perpleja a ‘la figura’ entrando muy lento en la mina, que se hallaba al menos quince metros más lejos. Parecía un buen momento para abalanzarse dentro de la carpa o al menos para gritar alertando a Leo, no obstante, mi intrépida madre descolgó su linterna y partió en dirección de la abertura. Paty nos explicó que en ese momento sólo podía pensar en lo sugerente que le pareció esa mano apuntando y que creyó que era una invitación. La luz se intensificó, tornándose anaranjada cuando el último trozo de la aparición se perdió en la cueva.

Todos sostuvimos nuestra respiración mientras Paty narraba su lentísima marcha en dirección a la veta.

         Por segundos que le parecieron horas, nada se movió alrededor. En su mente, la promesa de riqueza súbita la asaltó como un delirio de oro.  Había oído antes hablar de seres brillantes que aparecían en medio de la nada para señalar con trazas de luz el sendero hacia tesoros enterrados. Imaginó los atributos que la hacían merecedora de tan afortunado privilegio, anticipando feliz la composición y el color del oro que encontraría. Su avance semi sonámbulo (como provocado por un embrujo) había llegado casi al final cuando un brusco apretón en su hombro la sacudió de su somnolencia. Soltó un grito, sobresaltada más que aterrada, y se volteó lista para luchar, cuando vio a Leo mirándola con ojos desorbitados y agarrando sus brazos con ambas manos.

En ese momento, Lucy, Leo y yo soltamos risitas nerviosas. Creo que todos habíamos oído la historia, pero eso no afectó a nuestra expectación frente al desenlace.
        
         Leo tironeó a mamá, la metió dentro de la carpa, con todas sus linternas encendidas. Le explicó en murmullos que él había tenido la misma sensación de una presencia fuera de la carpa pero que se había hundido más en su saco, intentando recordar cuánta oración le habían enseñado en el colegio católico. Apretó sus ojos y cuando se serenó lo suficiente como para sacar su cabeza, notó que Paty había salido de la carpa, y se levantó echando maldiciones para sus adentros. Salió rápidamente y lo que vio en la oscuridad fue a su novia, medio sonámbula, caminando hacia el hoyo iluminado de la entrada a la mina.
-Vi una señal, creo que se trata de una oportunidad para desenterrar un tesoro- le mencionó Paty.

-No estoy de acuerdo, y en todo caso, si la visión es benéfica no tendrá ningún reparo en permitirnos desenterrar todo el oro del mundo a la luz del día.

-Hay que buscarlo de inmediato, así es como funciona esto: debemos mostrar confianza y obedecer desenterrando de inmediato lo que nos regalan- insistió Paty.

De cualquier modo, Leo no cedió y la mantuvo aferrada para que no saliera. No escucharon ni sintieron nada más esa noche, y mi padre casi no durmió, aunque Paty roncaba entre sus brazos. Al otro día no encontraron la más mínima señal de compañía, pese a que revisaron a conciencia la entrada a la veta (la cual estaba bloqueada con una gran roca a sólo dos metros de la boca) y los alrededores. Después de un desayuno espartano, levantaron campamento en medio de un brumoso amanecer. Bajo la carpa, la dura tierra parecía removida, como una capa delgada de humus que un jardinero hubiese preparado para plantar algo. Paty estaba de buen humor, a diferencia de Leo, a quien el trekking y la trasnochada le pasaron la cuenta. Enfilaron en dirección sur-oriente, para alcanzar a la brevedad el paso por la montaña que los conectaría con el sector de descenso más seguro. Antes de que abandonaran el plano para bajar hacia otro cerro, Paty volteó a mirar hacia el campamento que habían dejado atrás… y pudo ver una luz anaranjada brillante, oscilando justo encima de donde ellos habían levantado su carpa.

         Recuerdo cómo se hizo el silencio en nuestro jardín esa noche; alguien suspiró mientras Paty bebía jugo y se zampaba unas frambuesas. Todos respiramos mejor, de modo simultáneo, y luego reímos. Leo remató el cuento.

-Y desde entonces, Paty siempre me ha culpado porque no seamos millonarios debido a mi cobardía.

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