¡Saludos, chicos! Les compartimos
una nueva colaboración de parte de la
autora Fabiola Castillo, seguimos subiendo extractos de los cuentos que
acompañan a la saga «Elemental: La Saga de los
Portales», en esta entrada dividiremos en dos partes el escrito «Viaje al mundo de Djadba» para hacerla más
ligera y placentera para los lectores. Sin duda, agradecemos a la escritora por ser parte de la familia de
los conejos.
Revisé por última
vez mi cuarto semi vacío, buscando algo que se me hubiese olvidado. El camión
de mudanzas se llevó mis muebles el día anterior, nosotras tomaríamos el avión
rumbo a Osorno al anochecer. Advertí en un rincón de mi armario mi vieja
mochila, la que solía llevar a la feria. Despreocupada, la abrí sin recordar lo
que contenía y encontré el libro de poesía que compré; lo había olvidado sin
leerlo jamás. Me paralizó la oleada de recuerdos que me trajo el libro, me
estremecí al ver la portada, pero lo abrí. Me senté en el suelo, iluminado por
la luz de la mañana que entraba a través de las ventanas sin cortinas. El texto
empezaba con un prólogo, donde un autor desconocido hablaba de la hermana Inés,
la novicia que escribió el libro. Ella no escribió nada más porque falleció
antes de tomar sus votos, en un invierno particularmente crudo en el convento
aislado donde se enclaustraba junto con otras monjas. La describe como ‘una
iluminada que gozaba de la gracia de Dios, quien la dotó del don de la
contemplación y del asombro frente a la naturaleza’. En sus orígenes hija de campesinos,
creció aprendiendo a distinguir las hierbas con las que su madre curaba a
muchos enfermos que acudían por su ayuda. Su conocimiento profundo de la
naturaleza no disminuyó su entrega a Dios, compatibilizó ambos al ser aceptada
en el convento a los trece años de edad, donde su manejo de la medicina herbal
facilitó la vida de las ancianas religiosas. En el convento le permitieron
escribir poesía, porque su estilo ensalzaba el amor a la obra de Dios y
relataba la calma del hombre que se une al Creador en convivencia alegre con la
naturaleza. Ahora supongo que podría decirse que era la obra de una campesina
dirigida a gente campesina y sencilla, que a principios del siglo XX todavía
vivían en un sitio apartado, ajenos a los tormentosos signos de cambio que se
abalanzaban sobre Europa (y que pronto hundiría aquellas tierras en las dos
guerras más grandes que ha visto la humanidad). Pero nada de eso se anticipaba
en las palabras del escritor, quien probablemente era un sacerdote. El convento
por aquellos días estaba aislado de la modernidad. Además de citar una
brevísima biografía de la novicia, él recomendaba el cuento como ‘una onírica
fantasía pastoril’, insinuando que el cuento debía ser entendido como fruto de
la imaginación inocente de una niña (eso era la novicia) demasiado cercana al
bosque y a los cuentos de hadas. Por supuesto, esa introducción me intrigó lo
suficiente como para olvidar mi labor y sumirme en la lectura del libro. Éste
comenzaba con unos versos que elogiaban los hermosos paisajes montañeses de
España, donde se desarrollaba la historia. El libro se llamaba ‘Viaje hacia el
mundo de Djadba’, un nombre sugerente que evocaba genios de ‘Las Mil y una
Noches’, aunque la extraña niñita de la cubierta del libro no parecía un genio
en absoluto. La novicia describía los paisajes de su historia como si hubiese
sido el lugar donde ella vivió toda su vida, tanto parecía conocerlos. Eran
bosques encaramados en montes altos, más allá de los sitios donde los pastores
llevaban a sus rebaños a comer de modo habitual.
Por
aquellos lugares jugaba el hijo más pequeño del herrero; Alonso era un niño
imaginativo y soñador que escapaba de su casa para vagabundear por los montes.
No había castigo ni amenaza que lograra retenerlo, por lo cual sus padres
pensaron que su interés obedecía al llamado de la vocación de pastor. En una de sus correrías, durante una
primavera plácida, Alonso cruzó un caudaloso río que habitualmente era
imposible de vadear, pero que en aquella estación arrastró cantos de roca
gigantescos formando un inestable e improvisado puente natural, que cualquiera
podría sortear con varios saltos intrépidos. El niño, por supuesto, no dudó
ante esa oportunidad y saltó de roca en roca. Llegó al otro lado del río, donde
se veía una colina cubierta de espesa selva. Los árboles eran muy altos y
tupidos, multitud de arbustos de hojas enormes cubrían todo el suelo, sin
permitir adivinar sendero alguno. Alonso creyó ver una pequeña luz en la sombra
y decidió adentrarse en la colina para alcanzar esa luz.
Advertí ciertas similitudes entre esa luz
intrigante y el aura luminosa de Fabro; entre ese encuentro y el mío, que
inició mis aventuras explorando el Parque Mahuida. Continué leyendo los versos,
cuyo ritmo me atrapaba en un somnoliento hechizo.
Alonso
se metió en la maleza, se abrió paso con dificultad. A ratos perdía la pista de
la luz que lo guiaba, pero justo cuando decidía regresar sobre sus pasos y
abandonar la persecución, la luz reaparecía varios pasos más adelante y lo
atraía de nuevo, traviesa. Pasó un buen rato y de pronto Alonso descubrió que
le costaba menos avanzar, vio un sendero en la oscuridad y ya no necesitó
ninguna luz para orientarse. Notó que el camino ya no ascendía como al
principio, sino que descendía y se adentraba cada vez más en el corazón del
bosque. Los árboles se cerraron a su alrededor dejando abierta sólo una tenue
senda por donde él caminó atento a detalles, tales como las flores del camino,
cuyos pétalos se cerraban con la falta de luz formando embudos multicolores.
Alonso recorrió el sendero cada vez más oscuro hasta llegar a una especie de
claro donde los árboles tenían troncos más gruesos y cortezas lustrosas. Entre
las copas de esos árboles no penetraba ninguna luz; era un espacio circular de
pocos metros, despejado de árboles en su centro. Unos minutos antes la luz
brilló desde el corazón mismo del claro y él la siguió; a sus ojos les tomó
cierto tiempo acostumbrarse a la penumbra y ninguna luz reapareció para
orientarlo. De pronto, Alonso detectó una niebla fosforescente parecida a un
polvo luminoso, que venía girando en espiral desde dos o tres direcciones
diferentes. Se acumuló en la base de un gran árbol, formando hélices cada vez
más apretadas. Lo distinguió con claridad por su brillo, que al mismo tiempo
iluminó y le permitió ver mejor los objetos del claro: los troncos grises, las
hojas de los grandes helechos color verde oscuro por arriba y plateadas por
abajo. El suelo allí era una alfombra mullida de multitud de hojas de una
amplia gama de matices de verde, amarillo, gris y rojo. No apartó la vista de
aquel remolino brillante, que sospechó se trataba de la misma luz que él había
seguido. De verdad, ésta podía cambiar de forma y en aquél mismo instante lo
hacía, frente al asombrado niño. Los espirales se alargaron al tamaño del
chico, trazando la silueta de una persona. Al cabo de un pestañeo, Alonso se
apoyó en una rama para no caer por su sorpresa; una nítida figura infantil (una
niña) se reclinó en el gran roble justo frente a él. La niña era pálida y su
piel emanaba un resplandor dorado.
“¡Agh! ¡Un resplandor dorado!”, pensé.
Demasiada similitud con mi experiencia en el parque. La niña era descrita en el
libro con características extrañas: un rostro triangular de orejas y mentón
puntiagudos, exacto como en el dibujo de la portada. A mi entender, no pudo
tratarse de otra cosa que de un hada o elfo de los bosques. En cambio, Fabro no
era otra cosa más que un niño, con piel, cabello y apariencia humanos. Yo no
podía estar equivocada, lo toqué. Años después, mientras yo crecía, pensé que
había visto similitudes donde no las había. Si me inventé un amigo imaginario
también pude inventarme además que mi amigo era un elfo o algo por el estilo.
Tal vez su aura visible probaba que él era producto de mi imaginación… Decidí avanzar
en mi lectura para descubrir qué más había en ese extraño texto.
COMPRAR.
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Sin más por el momento, te deseamos un excelente día.
Atentamente. Los Conejos Literarios.
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