SEGUNDA PARTE.
La sorpresa de Alonso se transformó en curiosidad al
descubrir una mirada pícara en la niña, que se apoyaba con suavidad en el
tronco como descansando, sin alterarse por su presencia en ese lugar. Pese a
que su ondulado cabello largo y sus finas facciones denunciaban su género, las
vestiduras de la niña eran de varón.
No entendí eso, ¿de varón?
Usaba unos
pantis ajustadas y una aterciopelada chaqueta, un cinturón ancho y brillante
que afinaba su cintura y altas botas de cuero hasta la rodilla. Su cuerpo era
delgado, de largas extremidades.
“Ropa de varón es ropa de hombre”, pero no le vi
nada raro a su ropa. Ya más grande me enteré que en la primera década del siglo
pasado las mujeres no usaban pantalones ni chaquetas. Entonces comprendí que el
libro estaba descrito desde la perspectiva de una joven novicia, que ha pasado
la mitad de su vida oyendo cuentos de viejas y la otra mitad encerrada en un
convento. Esa era la descripción clásica de los duendes y elfos, sólo faltó el
sombrero puntiagudo.
La
extraña criatura sonrió y Alonso descubrió que él se paraba a sólo un par de
pasos de la niña, sin recordar haber caminado hacia ella. Sintió como si una
inexplicable fuerza magnética lo atrajera hacia ella, y los mantenía
conectados…
Cerré con brusquedad el libro, sin preocuparme
siquiera de marcar la página en que iba. Estaba aterrada. Yo conocía esa
energía: la misma que me permitió ascender por huellas de montaña empinadas y
resbalosas sin caer. Esa energía fue mi cuerda de seguridad, lo que me mantuvo
apoyada en Fabro. Mi corazón se aceleró por primera vez en varios días, me
sentí transportada a los días previos al fatal accidente, cuando aún era feliz.
- ¡Una monja de cien años atrás describe en este
libro mis aventuras como si ella misma las hubiese presenciado! - me sorprendí.
Dejé el libro al costado, sin ganas de seguir
leyendo; aún tenía mucho que ordenar, ya que en el avión llevaríamos sólo una
maleta cada una y lo demás quedaría guardado en una bodega. Los arrendatarios
de la casa llegarían al día siguiente; eran una pareja de viejos amigos de la
tía que tenían dos pequeños niños. Ocuparían la casa grande, por lo cual en
verano o cuando quisiera, podría viajar y alojarme en cualquiera de las dos
casitas que hay en la parcela. Fueron construidas para que las habitaran mis
tatarabuelos, cuando aún vivían; estaban muy bien conservadas porque Leo las
usaba para los visitantes. Amoblamos la más grande con dos camas, lo básico
para cocinar y conservar alimentos. Yo quería regresar muy pronto, porque ya
extrañaba a mis amigos. A Oli lo extrañaría más que a nadie; nuestra despedida
esa mañana fue muy triste. Él me ayudó mucho a ordenar y a embalar, al igual
que tía Sofy. Pasamos juntos casi todas las noches, pero a diferencia de otras
ocasiones en que hicimos pijamadas, no conversamos ni nos reímos hasta altas
horas de la noche: él simplemente estaba junto a mí. Oli permaneció a mi lado;
por las noches él estiraba su mano hacia mi cama (junto a la suya) y yo le
tendía mi mano. Nos dormíamos tomados de la mano, mirándonos hasta que nos
vencía el sueño. Incluso creo que Oli me observaba dormir, o que despertaba muy
fácil, porque recuerdo haber despertado de mis pesadillas y haberlo visto junto
a mí con su mano acariciando mi codo.
Tomé el libro y lo puse en la repisa; después
decidiría si lo llevaba conmigo o lo guardaba en la bodega, de momento,
necesitaba dejar de leer. No pensé en el libro hasta bastante rato después;
había revisado la casa completa con tía Lucy, y luego almorzamos pizza a domicilio
sentadas en cajas de embalar. Ella se ausentó un rato por la tarde para
realizar unas compras, me dejó a cargo porque la pareja de arrendatarios
vendría en cualquier momento por sus llaves. Como tenía que estar atenta me
instalé en el jardín. Tomé el libro distraída; ya había cerrado la bodega así
que creo que de modo inconsciente decidí conservarlo. Opté por leerlo en ese
momento, ya que no me gustaba leer en los viajes; trepé al almendro y me
acomodé en una rama. El libro se abrió en el lugar exacto donde había
suspendido mi lectura.
Como
era de suponer, al final Alonso y la niña comenzaron a charlar, y no me
sorprendió que su tema de conversación fuese la naturaleza. Hicieron una serie
de preguntas y respuestas acerca del bosque y de la montaña tras el bosque. La
niña se llamaba Djadba, y sabía mucho sobre la naturaleza de aquel lugar y
sobre su historia. Alonso no era un niño demasiado curioso, prefería explorar.
Los versos centrales se referían al lazo afectivo que los unió durante los días
siguientes, explorando juntos bosques, cavernas y la montaña, y recogiendo
hierbas medicinales.
Se me formó un nudo en la garganta al leer esa parte,
pero no me detuve, continué leyendo a pesar de mi pena. De manera inconsciente
debo haber creído que si leía cómo terminaba la historia de Alonso y Djadba
comprendería mejor mi propia historia con Fabro. Por otra parte, el poema era
hermoso, los versos eran tan descriptivos que casi podía sentir el bosque en mi
jardín. Me sentí atrapada por el cuento, fascinada por cada aventura. El sol
había descendido en el cielo cuando casi terminé la historia, tía Lucy no había
vuelto, aunque llamó para avisarme que llegaría cerca de la hora en que el
‘transfer’ pasara a buscarnos para llevarnos al aeropuerto, así que debía estar
preparada. Me duché, me vestí y me senté en una reposera en el pasto, tomando
sol. Las maletas estaban alineadas en la puerta. Los nuevos habitantes de la
casa vinieron apurados y se fueron con sus llaves, de paso les expliqué un par
de trucos con las cerraduras. En ese momento, sin otra cosa que hacer más que
esperar, me senté a leer las últimas páginas de la historia. Mi corazón latió
mucho más rápido mientras leía.
Alonso
no había hablado acerca de Djadba en su hogar, porque su familia era muy supersticiosa
y creían que el bosque estaba plagado de duendes. Ellos habían programado
explorar una caverna nueva. Irían al atardecer, con el cambio de luces,
llevando antorchas que no despedían humo hechas con patillas secas de líquenes:
la niña instruyó a Alonso acerca de cómo recolectarlas. Llegaron a la caverna y
Djadba no retuvo a Alonso antes de entrar, pero sí le hizo una advertencia.
-Adentro nosotros dos no estaremos solos, y alguien
nos contactará para darte Alonso un mensaje muy importante.
En parte, se insinuaba hace rato en la historia que
el encuentro de los niños no fue casual y que el pequeño tendría una importante
misión que cumplir. Alonso estaba muy nervioso mientras se adentraban profundo
en la tierra, alerta a los bichos que poblaban las paredes de la cueva y a
cualquiera que se les acercara, y Djadba caminaba tranquilizándolo.
-Eres especial, has sido elegido con cuidado y
‘ellos’ saben que tú puedes lograr tu cometido. La tarea que te van a
encomendar es un gran honor y una gran responsabilidad, porque concierne a toda
la Tierra, no sólo a la humanidad.
“¿No sólo a la humanidad?”, me extrañó. Imaginé que
terminaría siendo algo así como el Rey Arturo, pero al estilo de la época. De
cualquier modo, pronto saldría de la duda.
Al cabo
de un rato, un resplandor encandiló al niño en medio de las tinieblas de la
cueva. Frente a él se alzaba un ser brillante de gran belleza, una especie de
dama alta con alas luminosas y un halo de luz en su cabeza.
“¡Un hada!”, pensé de inmediato. En ese punto comprendí
que era un cuento infantil, un cuento de hadas. Yo ya no me consideraba una
niña y leer ese libro me avergonzó. Mi curiosidad pudo más, y pese a que ningún
hada me había encargado misión alguna, aún creía que el libro podría explicar
en parte la desaparición de Fabro. O eso al menos eso era lo que yo quería.
Continué leyendo.
Alonso
levantó su vista con reverencia hacia el bello ser. La reconocía como una reina
entre esos seres, siendo Djadba solo una mensajera. El hada le habló, pero lo
hizo con metáforas, no directo.
No logré entender los versos, aunque atrajeron con
fuerza mi atención y se grabaron a fuego en mi memoria:
Cuando el sol de fulgurar salubre acabase
Y de su brillo perjuicio hubiere
Cuando las aguas vaporicen sin retornare
La floresta esmeralda, dorada se tornase
Y mustia feneciera en ardiente lecho polvoso.
Cuando los signos de la agonizante Madre
A cada ser en la tierra advirtiere
Que en cada hoja resquebrajada expirare
A cada criatura desterrada a extinta vinculada
Con todo palmo de heredad por cemento asfixiada.
Hablará la
Madre desde su carne
Entre espasmos exasperados los invasores sacudirse
De ira enchida incandescente fuego supurase
De su ajada piel los parásitos expeliesen
Sus facultades para celarla, en grande furor
despertase.
Furia alada emponzoñando el viento, borboteando en
vejadas aguas
Lacerada en hondonadas, llanuras y cimas, izare
Por fidelidad barbárica en sus hijos desplegare
Sobre sus traicioneros huéspedes arrojare
El ocaso de su existencia, cual muerte polifacética.
Más, Madre piadosa, todavía escuchase
Desesperado lamento de las indignas criaturas
Otrora amados hijos de su seno
Si dicho clamor un alma pura encarnase
Amante de la Madre más que de sus pares fuere.
Su hado esculpido en reminiscencias de la Madre
escuchare
Dentro de los Siete Portales sepultado, en vigilia
celosa
De la Guardia de la Postrimería, devotamente
custodiado
El alma pía alcanzare y su sino descubriere
De mano del misericordioso artífice guiada.
Guardé el libro, que anunciaba la extenuante
travesía de ambos niños en busca de los Siete Portales. Alonso debía realizar
el trabajo, Djadba sólo era su guía entre los peligros que afrontarían. El
texto finalizaba describiendo la despedida del niño de sus padres, adiós
simbólico ya que sus padres nunca supieron que él se marchaba. Jamás me habría
imaginado que existían sagas literarias ya en esa época. Porque el libro
terminaba con esa promesa de nuevas aventuras, quedando abierto a descubrir los
pasos de los niños en su odisea.
Les compartimos la
segunda parte del escrito «Viaje al mundo de Djadba» recuerda dejar tus
comentarios sobre este escrito, ¿has
leído la saga de los Portales? Te invitamos a dejar tus impresiones también. Sin duda,
agradecemos a la escritora por ser parte
de la familia de los conejos.
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Atentamente. Los Conejos Literarios.
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